Como
recurrir al diccionario es para mí una rutina en la que insisto alegremente
cada vez que intento dilucidar matices de nuestro bellísimo idioma, fui esta
vez a buscar el significado de “rutina”, vocablo que mi fiel Diccionario de la
Lengua Española define como: “Costumbre inveterada, hábito adquirido de hacer
las cosas por la mera práctica y sin razonarlas”. “Inveterado”, por otra parte,
significa antiguo, arraigado.
Leo
y releo las palabras buscando signos positivos, pero finalmente tengo que
admitir que estamos ante una definición un tanto triste, por no decir
deprimente.
Que
es justamente el sentimiento que se despierta en la mayoría de las personas
cuando hablan de la rutina en general o de sus rutinas en particular.
Por
eso, para alivianar esa carga y confiando en que mi diccionario comprenderá
este intento mío porque sabe que soy una optimista irremediable, quisiera
proponerles hoy otra mirada sobre la rutina.
Y
sin desconocer que las costumbres pueden ser inveteradas tanto como adquiridos
pueden ser los hábitos, estoy dispuesta a desafiar la parte de la rutina que la
condena a ser una mera práctica de cosas que se hacen sin que medie el
razonamiento.
Empecemos
por descartar algunos extremos: la rutina del hambre cuando la pobreza no
permite calmarlo, la rutina de la guerra cuando el odio o la ambición cercenan
cualquier posibilidad de diálogo, la rutina de la enfermedad cuando se vuelve
crónica por falta de medicación y de cuidado sanitario, como todas las rutinas
que se generan y se instalan cuando los seres humanos nos miramos el ombligo en
vez de mirar a los demás, son rutinas espantosas y claman por nuestra
intervención urgente para cambiarlas, para subsanarlas, para crear nuevas
rutinas que nos hagan tomar conciencia y hacernos cargo de nuestras
responsabilidades cívicas y sociales, seamos quienes seamos y estemos donde
estemos.
Dicho
esto, en lo que creo profundamente, retomo el concepto de rutina de gente que
quizás tiene una familia, algunos buenos amigos, un trabajo que podrá amar o
detestar pero que le da de comer, algún que otro pasatiempo y aunque sea un
paréntesis de ocio de vez en cuando para hacer o dejar de hacer lo que le dé la
gana, y sin embargo se siente habitualmente aplastada por la rutina, por su
rutina.
Lo
que sigue está lejos de ser una receta, porque para estas lides no existen, ni
mucho menos un consejo, porque no querría aburrirlos. Es simplemente una
propuesta y consiste en hacer el intento de renovar nuestra mirada acerca de la
rutina.
Fíjense
como en nuestro cuerpo, aunque vaya envejeciendo, todo se renueva
permanentemente: el pelo, las uñas, el oxígeno, la piel. Y sucede sin el
consentimiento de nuestra voluntad. El cuerpo no nos pide permiso para ir
cambiando. No controlamos nuestras funciones vitales.
Pero
sí podemos hacer el ejercicio de utilizar algunas de esas funciones vitales
para hacer ingresar en nuestro organismo, nuestra mente y nuestra alma una
buena dosis de asombro por el hecho de estar vivos y también, ya que estamos,
podríamos hacer un recuento de todo lo bueno que nos sucede cada día y que pasa
desapercibido ante nuestros ojos porque tenemos la mirada un poco malcriada y
quejumbrosa.
Voy
a ir enumerando y a quien le quepa el sayo, que se lo ponga. Un buen mate
caliente en invierno, compartido con alguien que hayamos elegido; dos
medialunas en cualquier café de Buenos Aires o pulpería pueblerina de nuestro
divino país; una copa de vino para brindar por lo que se nos ocurra, solos o
acompañados. Un helado enorme en pleno calor de verano para hacer un parate y
seguir con lo que resta de la jornada.
Y
para que la lista no gire siempre alrededor de la comida –aunque bien vale
agradecerle a la vida un buen asado- caben también en este “Inventario para la
Renovación de la Rutina” la sonrisa del hijo pequeño cuando se despierta, el
abrazo esporádico robado a nuestro hijo adolescente, la aprobación de nuestro
jefe a un trabajo bien hecho, la atención amable de la empleada del quiosco de enfrente.
El
placer de ir leyendo en el subte o el colectivo una novela que nos atrapa, el
merecido descanso de quince minutos frente al televisor con los pies descalzos
sobre el sillón, la charla con nuestra pareja que veníamos esquivando y que
terminó con un beso en lugar de una pelea; la película, la palabra de un amigo
o la caricia que nos habilitan un llanto largamente postergado; la posibilidad
de comprar jazmines para perfumar nuestra casa o regalárselos a alguien.
La
escucha atenta de alguien que además de oírnos, nos presta su hombro cuando nos
sentimos vulnerables; la sorpresa de ver –si estamos dispuestos a mirar- cómo
cambian los colores de nuestra casa cuando abrimos las ventanas y entra el sol;
y también cómo el gris de la lluvia nos invita a la intimidad y a volver al
hogar.
La
soledad que nos permite tomarnos un tiempo para hacer silencio y empezar a
conocernos mejor; la canción que podríamos escuchar un millón de veces sin
cansarnos; el mail que esperábamos y que finalmente llegó.
La
alegría de saber que alguien a quien amamos recibió una buena noticia; la
oportunidad de ayudar a esa persona que, esta vez, no dejamos pasar; el
teléfono o el timbre que sonaron y del otro lado algo o alguien nos sorprendió
gratamente.
La
lealtad de esa persona que siempre guarda nuestros secretos; la idea que se nos
ocurrió de pronto y que podría cambiar un panorama; el proyecto que generamos o
al que adherimos, que enciende nuestro entusiasmo y nuestras ganas de poner
manos a la obra.
La
pasión, la emoción, la gracia, el detalle sutil, la entrega, en fin, son tantos
los posibles aportes que podemos hacer para reconciliarnos con la rutina, para
transformarla en una práctica razonada y construida conscientemente en lugar de
aceptarla con una frustración resignada…
Les
propongo que empecemos hoy. Que empecemos ya. Me encantaría que me ayudaran a
completar esta lista que podría llegar a ser infinita. Si quieren hacerlo, si
verdaderamente tienen ganas de renovar su mirada sobre la rutina, cuéntennos
qué van a hacer al respecto.
Clarina Pertiné
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