¿Quién de ustedes no ha pasado alguna vez por la
experiencia de sentirse maltratado?
Un día tuvieron que hacer un trámite y cuando
formularon una pregunta totalmente razonable, les respondieron con mala cara y
peor tono.
En otra oportunidad intentaron devolver un producto
defectuoso que habían comprado de buena fe y, después de mirarlos con pena y
algo de condescendencia, les explicaron que justo ese producto, perteneciente a
ese grupo específico o a esa partida o a esa temporada, justo ese producto… no
tenía devolución posible.
O directamente les dedicaron una mirada fulminante y se
lo cambiaron entre gruñidos de protesta, como si no fuera un derecho de
cualquier consumidor reclamar por un producto o servicio que no responden a lo
que se espera de ellos.
Ni hablar del malhumor generalizado en las ciudades,
donde la violencia de los conductores de vehículos varios más la temeridad de
algunos peatones, motociclistas, corredores y caminantes deportivos, más el
concierto disonante de bocinas, generan tal estado de locura y crispación entre
la gente, que todo el mundo parece a punto de sufrir un infarto.
Nos hemos acostumbrado a los gritos, a los insultos, a
las respuestas agresivas, evasivas o indiferentes, a la falta de cuidado en el
trato con los demás.
En fin, nos tratamos mal unos a otros en muchos ámbitos
de nuestra vida y tengo la impresión de que el maltrato ya ha pasado a ser tan
nuestro, tan argentino como el tango o el dulce de leche.
Ahora bien: puestos a intentar justificar nuestras
peores reacciones, seguramente vamos a encontrarnos con que muchas, muchísimas
veces, existen innumerables motivos para provocar nuestra más genuina ira.
Pero ese no es el punto, al menos no hoy ni aquí.
Podemos tener toda la razón del mundo, incluso todas las razones del mundo para
sentirnos con derecho a reaccionar desde la rabia, el malhumor, la desidia, el
desgano o la indiferencia.
La cuestión es que difícilmente las reacciones
originadas en emociones violentas hagan más sencilla nuestra vida diaria o
aporten algo positivo a nuestros vínculos con los demás.
Todos tenemos la capacidad de contar hasta diez antes
de pegar un grito destemplado; todos podemos respirar hondo y pensarlo mejor
antes de responder con una grosería.
Y además todos podemos elegir ser los primeros en
romper el círculo vicioso del enojo y el desencuentro, más allá de las
injusticias que hayamos soportado por parte de quienes eligen vivir enojados.
¿Por qué les recuerdo algo que parece que se cae de
maduro? Porque a veces, a juzgar por nuestra manera de andar por la vida,
siempre en guardia contra algún ataque y desconfiando de cualquier sonrisa,
tendemos a olvidarnos de que tenemos el derecho a intentar mejorar nuestra
calidad de vida.
Y esa decisión requiere una iniciativa valiente,
corajuda, libre de las ataduras del pasado y del deseo de revancha, por muy
justa que nos parezca.
Es una decisión que no tiene que depender ni partir de
los vaivenes del estado de ánimo del otro, sino que debería surgir de una
convicción personal que se formula más o menos así: “Yo voy a transitar este
día con el propósito de conservar y defender mi bienestar. Para eso voy a
sonreír mucho más, intentaré ser más amable y paciente; trataré con respeto a
todas las personas que hoy se crucen en mi camino y sobre todo voy a confiar en
que este cambio de actitud en mí va a provocar un efecto dominó cuyo alcance
podría resultar extraordinario y hasta milagroso”.
Me
animo a anticipar algunas posibles consecuencias de convertirnos en gente más
positiva, pero tenemos que estar atentos para observarlas, porque suelen ser
sutiles: menos contracturas musculares, menos ceños fruncidos, mayor sensación
de alivio en el cuerpo y en el alma, relaciones más fluidas con los
desconocidos y más profundas con las personas que amamos, más gestos de
gratitud en los demás por nuestra gentileza y ¿por qué no? unas ganas renovadas
de tomar la posta de la amabilidad y llevarla a nuestras casas, al trabajo y a
cualquier lugar recóndito que esté ávido de ese buen vivir que se inicia con
nuestra decisión y una sonrisa.
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