“Quiero cuentos, historietas y novelas, pero no las que andan a botón.
Yo las quiero de la mano de una abuela que me las lea en camisón”, decía la genial María Elena Walsh en la Marcha de Osías, aquel osito en mameluco que paseaba por la calle Chacabuco.
Yo las quiero de la mano de una abuela que me las lea en camisón”, decía la genial María Elena Walsh en la Marcha de Osías, aquel osito en mameluco que paseaba por la calle Chacabuco.
Pues parece que Osías está desconcertado y algo triste.
Porque mucho de lo que él buscaba “mirando
las vidrieras de reojo, sin alcancía pero con antojo” ya no se encuentra tan fácilmente en estos días en que la
abuelidad está cambiando.
¿Dónde están los abuelos?, se preguntan desolados los
jóvenes adultos con sus pequeños hijos prendidos a sus polleras y pantalones
para lograr que se tiren en el suelo a jugar con ellos.
¿Qué les sucedió a las adorables ancianitas que añora
Osías, aquellas abuelas de mirada dulce que les leían cuentos a sus nietos
mientras los acunaban sobre sus faldas, sentadas en una vieja mecedora?
¿Dónde quedaron las antiguas costumbres de enseñarles a
los nietos a cocinar bizcochuelos esponjosos, a jugar a los palitos chinos, a
escribir con buena letra?
¿Qué pasó con las abuelas que cosían disfraces, que
abrían frente a sus embelesados nietos misteriosos baúles llenos de recuerdos,
que guardaban todas sus confidencias y daban amorosos consejos?
¿Y los abuelos que acompañaban a los nietos a comprar
algún juguete, o les revelaban los secretos para aprender a remontar un
barrilete y hacer navegar un barquito de papel?
¡Que vuelvan! claman los agobiados padres, corriendo
del trabajo a su casa y de su casa al supermercado para aprovechar las ofertas
de alfajores; a la librería para comprar mapas con divisiones que ya no
recuerdan si son físicas, políticas o de alguna otra índole; al dentista para
enderezar los endiablados dientes de sus hijos; al pediatra para que los guíe
en medio del tsunami hormonal de la preadolescencia, o a la infinita variedad
de actividades extraescolares a las que asisten sus hijos y que a veces son entretenidas
mientras que otras terminan por agotar la endeble energía vespertina de padres
e hijos.
“Quiero
tiempo pero tiempo no apurado; tiempo de jugar que es el mejor. Por favor me lo
da suelto y no enjaulado adentro de un despertador”, llora
Osías y nos miramos confundidos porque todos queremos lo mismo pero no sabemos
cómo ni dónde obtenerlo.
Antes –cada uno sabrá cuándo- los abuelos eran los
guardianes de los cuentos y también del tiempo no apurado. Pero las cosas han
cambiado y ahora los abuelos son gente joven, dinámica, con carreras u oficios
que siguen desarrollando, con amigos a los que siguen viendo, cursos en los que
se inscriben para seguir aprendiendo, pasatiempos que les entusiasman y
prioridades muy diferentes de las de hace unos años.
¿Por qué? protestan consternados los hijos adultos, que
extrañan aquella incondicionalidad de sus propios abuelos; ese estar disponible
horas enteras para los nietos, cuidarlos mientras sus padres trabajaban y
transgredir algunas normas parentales regalándoles golosinas en horarios poco
convenientes.
Porque tenemos ambiciones, expectativas, deseos,
intereses y posibilidades que en otra época hubieran resultado impensables,
responden los abuelos de hoy en día, con ternura pero también con firmeza,
porque esa nueva libertad que conquistaron después de innumerables renuncias
personales y esfuerzos dignos de ser reconocidos, esa libertad, sostienen, les
da alegría, los rejuvenece, los hace sentirse útiles y conectados con el mundo.
Y no están dispuestos a renunciar a ella para volver a
cambiar pañales, preparar mamaderas, llevar a los nietos al colegio y hacer lo
que hicieron durante tantos años con sus propios hijos.
¿Pero y nosotros? preguntan con un hilo de voz
atribulada los adultos jóvenes, que observan cómo sus padres parecen más
jóvenes que ellos porque tienen tiempo para teñirse el pelo, arreglarse las
uñas o comprarse algo de ropa nueva.
Ustedes son los amores de nuestras vidas, contestan los
abuelos modernos mientras se calzan las zapatillas deportivas para salir a
correr por el Rosedal. Y por supuesto que siempre estaremos allí para
apoyarlos, sostenerlos, aconsejarlos y acompañarlos en lo que podamos. Y por
supuesto que nuestros nietos son muy importantes.
Pero vamos a tener que organizarnos un poco, porque lo
que no vamos a hacer es reemplazarlos a ustedes ni postergar más lo que ya
habíamos dejado para más adelante. Porque, queridos hijos, el más adelante ha
llegado. Es ahora y lo queremos vivir intensamente. ¿O les parece que no
tenemos derecho?, concluyen antes de darles un beso y salir trotando con garbo
y elegancia.
Y allí quedan los hijos, los adultos jóvenes, viéndolos
partir con una mezcla de rencor y admiración porque esos abuelos, con su
actitud solidaria e independiente al mismo tiempo, les muestran un camino
posible para su propia abuelidad, para cuando ellos sean abuelos a su vez y
comprueben que más allá de algunos achaques propios de la edad, existe y los
espera un mundo de posibilidades y alternativas maravillosas, que incluyen el
cuidado de los nietos pero no necesariamente a tiempo completo.
“También quiero
para cuando esté solito un poco de conversación”, grita Osías en plena
calle Chacabuco.
Eso sí puedo dártelo, le responde una abuela joven que
pasa por allí y sonriéndole con ternura, lo toma de la mano y comienza a
contarle un cuento que empieza con “Había una vez”.
Clarina Pertiné
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