Hoy nos gustaría
compartir con ustedes una reflexión sobre las máscaras.
El tema del ser, de
la realidad y la apariencia, puede parecernos a veces demasiado abstracto y
alejado de nuestros intereses cotidianos. En realidad es el
tema filosófico por excelencia, pero también el que hace que muchos consideren
a la Filosofía como un conjunto de disquisiciones inútiles y alejadas de
nuestros intereses vitales y cotidianos.
Sin embargo, el hecho
de que el ser humano se haya planteado cómo son las cosas en realidad, que pueda
distinguir el ser de las cosas frente a su apariencia, es algo de vital
importancia para su adaptación al mundo.
A lo largo del
desarrollo y la evolución de la historia, las personas hemos ido aprendiendo
que las cosas similares (de las que ya tenemos conceptos) se comportan de modo
similar, que la naturaleza posee una regularidad. Hemos ido descubriendo así las
leyes de la naturaleza y desarrollando la ciencia, que nos permite transformar
esa naturaleza.
Aprendimos, por
ejemplo, que la distancia que aparentan las estrellas, incluso su luz, puede no
ser “real”. Distinguimos entre apariencia y realidad, entre ser y parecer.
Históricamente esta
relación entre ser y parecer, entre apariencia y realidad, entre verdad y
máscaras, ha presentado tensiones diferentes. Para algunos, lo sensible, lo que
aparece, es una copia imperfecta de lo que es verdadero y bueno, que no se
puede captar a través de los sentidos.
Para otros no
existe este ser y se trata solo de la apariencia, de representaciones de la
realidad que concentran en ellas toda la verdad sobre el mundo.
En estos tiempos
que nos toca transitar, el ideal de perfección estética ha desplazado
drásticamente a otros valores. Parecer joven se nos impone como algo de vital
importancia. Demostrar o aparentar parece a veces más importante que ser. Y
esto hace que se produzca un desequilibrio entre ser y parecer, dos conceptos
que en realidad no tienen por qué anularse sino que pueden más bien
complementarse.
Nietzsche, filósofo
alemán del siglo XIX, decía que todos los dioses tienen que vestirse, o
disfrazarse. Un dios desnudo sería la expresión del sinsentido total. Nosotros
no podemos soportar la desnudez del sinsentido absoluto. Las interpretaciones
son vestidos que cubren el sinsentido, son máscaras, y la ausencia de ellas nos conduciría al suicidio.
Las culturas tienen
como una de sus funciones crear sentidos. El problema surge cuando el ser
humano no adopta estas creencias como perspectivas, es decir, como algo provisorio, sino como un valor último.
Es cierto que para este
gran filósofo y poeta caminamos en el desierto del sinsentido, pero en ese
caminar por el desierto construimos sentidos, sabiendo que somos los
constructores. Caminar por el desierto significa saber también que no existen
caminos trazados de antemano, pero que las construcciones provisorias son las
que nos permiten seguir andando, en lugar de perdernos en la nada.
Esas máscaras que
usamos, esas formas de ser que adoptamos para enfrentarnos con el mundo, son
necesarias, dice el filósofo alemán.
Pero quizás
deberíamos recordar que son máscaras, y que son provisorias. Esos ideales que
la sociedad de hoy pone como metas para ser felices, como la juventud, el
consumo, la belleza, no son malos en sí. Pero son interpretaciones, no son la
verdad de la cosa. Y aunque para Nieztsche no existe fundamento alguno que las
soporte, quizá podemos pensar que la verdad se esconde detrás de ellas.
Sin ahondar
demasiado acerca de si la verdad de las cosas o si el mundo verdadero es el que
vemos o el que se esconde detrás de su apariencia, podemos acortar la distancia
entre estos dos conceptos, el ser y el parecer, para lograr alcanzar un valor
quizás un poco devaluado en los tiempos que corren, que es la autenticidad.
Y plantearnos que
tal vez, como esos dioses de Nietzche, no podemos salir desnudos a la vida
porque esa desnudez nos hace sentir demasiado vulnerables, nos fuerza a exponer
en la vida cotidiana algunos aspectos más íntimos de nuestra persona que no
siempre queremos o estamos dispuestos a exponer. Y que entonces necesitamos
máscaras para afrontar una realidad que a veces, en el mejor de los casos,
puede no ser amable.
Pero al mismo
tiempo sería bueno recordar que esas máscaras son solo eso, máscaras. Que nadie
es mejor o peor por lo que parezca, y que en ocasiones las primeras o segundas
impresiones pueden ser engañosas. Que en nuestro fuero más íntimo se esconde un
ser auténtico que, en la medida de lo posible, vale la pena sacar a relucir.
Natalia Peroni
Natalia Peroni
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