viernes, 13 de julio de 2012

El Cine


Hoy les propongo hablar del cine. No de películas propiamente dichas, sino de la historia de este arte que Edgardo Cozarinsky, escritor argentino, narra maravillosamente en un libro que se llama “Palacios plebeyos”.
Cuenta que alrededor de 1900, en Estados Unidos, los inmigrantes europeos constituían la clase proletaria cuya única riqueza estaba constituida por la posibilidad de ascenso social que les brindaban la educación pública y el capitalismo.
Primero surgieron las hileras de kinetoscopios donde el espectador, inclinado sobre una máquina instalada en una sala pequeña, en una feria o en un parque de diversiones, miraba una película muy primitiva.
Luego la tecnología permitió que esa proyección se realizara para grupos y los escenarios, en esos casos, se llamaron nikelodeons. Muchos de estos nikelodeons se instalaban dentro de comercios minoristas convertidos en salas.
Hacia 1904, un comerciante de Pittsburgh tuvo la idea de instalar un piano que acompañaba con su música la proyección de la película.
Pocos años más tarde ya había entre ocho y diez mil salas similares y en unos años más, algunos visionarios se percataron de que no estaban ante una nueva forma de diversión pasajera, sino que el cinematógrafo prometía extenderse y convertirse en un negocio muy rentable, destinado a satisfacer las ansias de diversión de las masas.
Entre 1910 y 1920, un inmigrante austríaco llamado John Eberson, acuñó la expresión “movie palaces” (palacios de cine y para el cine) y los definió como “moradas palaciegas, dignas de príncipes y cabezas coronadas, para beneficio de Su Excelencia, el ciudadano americano”.
Eran palacios o, como a él le gustaba llamarlos, “espléndidos anfiteatros bajo cielos estrellados”. Estaban diseñados para que el espectador se sintiera miembro de una realeza imaginaria, una realeza que ningún rey hubiera podido soñar: la del mundo del cine.
Los acomodadores y los boleteros, por ejemplo, vestían uniformes magníficos, de color púrpura con galones de oro, diseñados por vestuaristas de Hollywood.
Los diseños de las salas imitaban catedrales góticas, teatros egipcios, iglesias y palacios europeos y patios venecianos.
En una sala de Kansas, por ejemplo, el toilette de damas había sido anteriormente el salón oriental de la mansión de los Vanderbilt, una de las familias más adineradas y poderosas de Estados Unidos, desmontado en 1927 ante la demolición de su residencia en Manhattan.
Cozarinsky cuenta que entre 1913 y 1922 se abrieron 4000 cines en Estados Unidos.
Hacia finales de la década del 30, hubo dos acontecimientos impactantes en ese país: la irrupción del cine sonoro y la profunda crisis económica que azotó a los norteamericanos.
Los espectáculos y las puestas en escena fueron menos ostentosos pero el público no decayó en asiduidad, en tanto que muchos desocupados buscaban escaparse de la tremenda realidad en las salas oscuras.
Roberto Arlt describe aquel panorama con estas palabras: “Tenemos la respetable cifra de quinientos mil desocupados que necesitan meterse en alguna parte donde lo que sus ojos miren sea absolutamente distinto a aquello que día por día, noche por noche, le recuerda que es un ser humano que no produce ni para sí mismo”. Impresionante, ¿no?
La década del 50, con la llegada de la televisión, representó una crisis para el espectáculo cinematográfico en su forma tradicional, ya que hacia 1955, en casi todos los hogares había un televisor. Y para colmo, en los años 70 irrumpieron el DVD y el video, con lo cual el entretenimiento familiar empezó a consumirse en los livings de las casas, donde varios espectadores podían disfrutar con el costo del alquiler de una película.
Dice Cozarinsky: “Una vez ingresado en el ámbito doméstico, el film perdió el carácter sagrado que el cine le confería. De la religión al teatro, de este al cinematógrafo, ese espacio consagrado al culto había cumplido un periplo de laicidad, pero en él subsistía un resabio del carácter sagrado del antiguo rito”.
“Era necesario salir del hogar para acudir a un templo donde se oficiaba un culto y solo allí podía accederse a él. El film no convivía en la atención del espectador con el teléfono inoportuno, la heladera invitante, la familia locuaz. Aún con la inédita calidad de imagen y sonido que hoy proponen las salas de los centros comerciales, en ellas el film ha pasado a ser una posibilidad más de consumo, entre “patio de comidas” y el nada exótico bazar de bienes superfluos”.
El libro “Palacios plebeyos”, de Edgardo Cozarinsky, relata innumerables historias más sobre la industria del cine, con sus actrices y actores famosos, los números vivos, el auge de los autocinemas y el derrotero de la otrora concurrida calle Lavalle en Buenos Aires.
Nos encantaría que ustedes nos contaran si se acuerdan de los cines de antes, si prefieren salir o ver una película en casa y si alguna vez miraron hacia arriba en el Ópera, con su enorme bóveda estrellada, y sintieron que estaban cerca del cielo.
Natalia Peroni

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