Hoy
les propongo hablar del cine. No de películas propiamente dichas, sino de la
historia de este arte que Edgardo Cozarinsky, escritor argentino, narra
maravillosamente en un libro que se llama “Palacios plebeyos”.
Cuenta
que alrededor de 1900, en Estados Unidos, los inmigrantes europeos constituían
la clase proletaria cuya única riqueza estaba constituida por la posibilidad de
ascenso social que les brindaban la educación pública y el capitalismo.
Primero
surgieron las hileras de kinetoscopios
donde el espectador, inclinado sobre una máquina instalada en una sala pequeña,
en una feria o en un parque de diversiones, miraba una película muy primitiva.
Luego
la tecnología permitió que esa proyección se realizara para grupos y los
escenarios, en esos casos, se llamaron nikelodeons.
Muchos de estos nikelodeons se
instalaban dentro de comercios minoristas convertidos en salas.
Hacia
1904, un comerciante de Pittsburgh tuvo la idea de instalar un piano que
acompañaba con su música la proyección de la película.
Pocos
años más tarde ya había entre ocho y diez mil salas similares y en unos años
más, algunos visionarios se percataron de que no estaban ante una nueva forma
de diversión pasajera, sino que el cinematógrafo prometía extenderse y convertirse
en un negocio muy rentable, destinado a satisfacer las ansias de diversión de
las masas.
Entre
1910 y 1920, un inmigrante austríaco llamado John Eberson, acuñó la expresión “movie palaces” (palacios de cine y para
el cine) y los definió como “moradas palaciegas, dignas de príncipes y cabezas
coronadas, para beneficio de Su Excelencia, el ciudadano americano”.
Eran
palacios o, como a él le gustaba llamarlos, “espléndidos anfiteatros bajo
cielos estrellados”. Estaban diseñados para que el espectador se sintiera miembro
de una realeza imaginaria, una realeza que ningún rey hubiera podido soñar: la
del mundo del cine.
Los
acomodadores y los boleteros, por ejemplo, vestían uniformes magníficos, de
color púrpura con galones de oro, diseñados por vestuaristas de Hollywood.
Los
diseños de las salas imitaban catedrales góticas, teatros egipcios, iglesias y
palacios europeos y patios venecianos.
En
una sala de Kansas, por ejemplo, el toilette de damas había sido anteriormente
el salón oriental de la mansión de los Vanderbilt, una de las familias más
adineradas y poderosas de Estados Unidos, desmontado en 1927 ante la demolición
de su residencia en Manhattan.
Cozarinsky
cuenta que entre 1913 y 1922 se abrieron 4000 cines en Estados Unidos.
Hacia
finales de la década del 30, hubo dos acontecimientos impactantes en ese país:
la irrupción del cine sonoro y la profunda crisis económica que azotó a los norteamericanos.
Los
espectáculos y las puestas en escena fueron menos ostentosos pero el público no
decayó en asiduidad, en tanto que muchos desocupados buscaban escaparse de la
tremenda realidad en las salas oscuras.
Roberto
Arlt describe aquel panorama con estas palabras: “Tenemos la respetable cifra
de quinientos mil desocupados que necesitan meterse
en alguna parte donde lo que sus ojos miren sea absolutamente distinto a
aquello que día por día, noche por noche, le recuerda que es un ser humano que
no produce ni para sí mismo”. Impresionante, ¿no?
La
década del 50, con la llegada de la televisión, representó una crisis para el
espectáculo cinematográfico en su forma tradicional, ya que hacia 1955, en casi
todos los hogares había un televisor. Y para colmo, en los años 70 irrumpieron
el DVD y el video, con lo cual el entretenimiento familiar empezó a consumirse
en los livings de las casas, donde varios espectadores podían disfrutar con el
costo del alquiler de una película.
Dice
Cozarinsky: “Una vez ingresado en el ámbito doméstico, el film perdió el
carácter sagrado que el cine le confería. De la religión al teatro, de este al
cinematógrafo, ese espacio consagrado al culto había cumplido un periplo de
laicidad, pero en él subsistía un resabio del carácter sagrado del antiguo rito”.
“Era
necesario salir del hogar para acudir a un templo donde se oficiaba un culto y
solo allí podía accederse a él. El film no convivía en la atención del
espectador con el teléfono inoportuno, la heladera invitante, la familia
locuaz. Aún con la inédita calidad de imagen y sonido que hoy proponen las
salas de los centros comerciales, en ellas el film ha pasado a ser una
posibilidad más de consumo, entre “patio de comidas” y el nada exótico bazar de
bienes superfluos”.
El
libro “Palacios plebeyos”, de Edgardo Cozarinsky, relata innumerables historias
más sobre la industria del cine, con sus actrices y actores famosos, los
números vivos, el auge de los autocinemas
y el derrotero de la otrora concurrida calle Lavalle en Buenos Aires.
Nos
encantaría que ustedes nos contaran si se acuerdan de los cines de antes, si
prefieren salir o ver una película en casa y si alguna vez miraron hacia arriba
en el Ópera, con su enorme bóveda estrellada, y sintieron que estaban cerca del
cielo.
Natalia Peroni
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