¿Alguna
vez se preguntaron si el hombre es naturalmente bueno o malo? No nos referimos
a una persona en especial sino al ser humano en forma abstracta, más allá de su
nacionalidad, su educación, su condición social o laboral.
Independientemente
de lo que creamos sobre la naturaleza humana, muchas veces suceden cosas que
nos hacen inclinarnos en uno u otro sentido. El holocausto, por ejemplo, genera
un consenso casi universal sobre la maldad del ser humano, ejemplificada en
algunos de sus ideólogos y ejecutores.
En
la vereda de enfrente, por fortuna, existen loables ocasiones donde el ser
humano muestra su parte más valiosa, la que despliega las virtudes que nos
hacen más dignos de esa humanidad que compartimos.
Hace
poco, quienes hacemos “De buenas a primeras” tuvimos la oportunidad de ver un
video sobre una campaña de Médicos sin Fronteras. Ya hemos hablado con ustedes
alguna vez acerca de las redes sociales y nos hemos referido a las excelentes
oportunidades que nos brindan si podemos usarlas convenientemente.
Por
eso es un placer para nosotros contarles que una oyente de diecinueve jóvenes
años llamada Vicky y experta en estas lides, nos acercó esta información que
seguramente sin su iniciativa y su ayuda no hubiéramos encontrado. El tema: el
dolor ajeno.
Y
entonces, gracias a Vicky y al video que nos mostró, nos pusimos a pensar en
cuánto duele el dolor ajeno. Yo puedo saber, porque he pasado por esas
experiencias, cuánto puede doler una muela, un parto o una quebradura de tibia.
Sé
lo mal que me siento cuando el frío me agarra desprevenida en la calle, cuando
la lluvia me empapa o cuando por algún motivo tengo que saltearme el almuerzo.
Pero hay una suerte de circunstancias que desde
siempre han hecho que todas estas molestias fueran, en mi caso,
pasajeras, esporádicas.
Si
me duele la muela, compro un analgésico. Si tengo frío, sé que en breve llegaré
a mi casa y me templaré. Si me mojo, sé que cuento con ropa seca para
cambiarme.
¿Pero
si no tuviera ninguna de esas posibilidades? ¿Cómo sería ese dolor de muelas si
sucumbiera al transcurso de las horas del día y de la noche sin atenuarse? ¿Y
qué sucedería si el frío que puedo sentir alguna vez durara todo el invierno? ¿Cuánto
tardaría en secarse mi ropa si no pudiera sacármela?
Entonces,
aunque está claro que nunca será lo mismo que experimentarlo, puedo imaginar
ese dolor. Puedo vislumbrar lo que sentiría si estuviera enferma y no tuviera
acceso a los medicamentos, o si padeciera la crudeza del clima sin posibilidad
alguna de resguardarme.
Cuando
hago el ejercicio de ponerme en el lugar del que sufre, pensando y teniendo en
cuenta cada uno de los detalles de su sufrimiento, puedo sentir cómo su dolor
duele mucho más.
Hoy
quisiera invitarlos a que intentáramos hacer juntos este ejercicio para que
podamos comprobar, sin lugar a dudas, cómo y cuánto más duele el dolor ajeno
cuando lo hacemos propio.
No
es mi dolor, estrictamente hablando. Pero es el dolor de otros. De millones de
otros que no tienen un micrófono para decirnos, o para gritarnos –porque su
clamor tiene la impronta de la desesperación- cómo se sienten, o cómo y cuánto
les duele su dolor.
¿Sucede
en África? Sí, por supuesto. ¿Sucede en los países que viven por debajo del
nivel de desarrollo? Sí, claro. Sucede también a no más de veinte cuadras de
nuestra casa? Sí, también.
No
pretendemos organizar en esta breve columna una campaña de sensibilización,
aunque creemos que es necesaria.
Más
bien nos gustaría hacerles una invitación a pensar en aquellos que tienen menos
oportunidades que nosotros. Menos oportunidades de calmar el dolor físico, de
cubrir sus necesidades básicas, de acceder a las más elementales herramientas
que provee la civilización.
Es
una invitación a pensar desde otra perspectiva las cosas que les pasan a los
demás, y esa mirada tiene que ver con sentir o experimentar el dolor ajeno. Si
nos duele la falta de educación, quizás no seremos tan duros para juzgar
actitudes que podrían ser subsanadas con educación. Necesitamos con urgencia enfocarnos
en la prevención.
La
propuesta que les hacemos desde este espacio es entonces ver con ojos y corazón
bien abiertos este conmovedor video sobre el dolor de los más desprotegidos y
vulnerables.
En
ese video se cuenta el desarrollo de una campaña que se creó para fabricar y
vender las llamadas “pastillas contra el dolor ajeno”. El dinero obtenido de
esa venta se destinó a la organización Médicos sin Fronteras. La solidaridad de
muchísima gente, de incontables personas hermanadas por el deseo de ayudar,
convirtió este pseudo “medicamento” en uno de los más vendidos en España.
Probablemente
todos tengamos a nuestro alrededor muestras concretas de la bondad de la gente.
Somos parte de un país cuyos habitantes han demostrado en incontables ocasiones
el poder de la solidaridad.
Claro
que siempre hace falta, siempre y cada vez más, hace falta.
Como
también hace falta que nos duela el dolor de otros para derribar la
indiferencia. Hace falta querer con el alma ser parte de una sociedad más
inclusiva y más justa.
Desde
el fondo de todos los tiempos y de nuestras entrañas resurge la pregunta clave
sobre si el hombre es bueno o malo.
Si
varios de nosotros viajáramos en un avión que aterrizara en una isla sin leyes
y tuviéramos que organizarnos de alguna forma para sobrevivir ¿nos
aniquilaríamos unos a otros o colaboraríamos para poder convivir? El estado
natural del hombre ¿es de guerra o de paz? El dolor ajeno ¿nos duele o solo
tenemos espacio interno para el dolor propio?
Natalia Peroni
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