jueves, 19 de julio de 2012

Dolor ajeno


¿Alguna vez se preguntaron si el hombre es naturalmente bueno o malo? No nos referimos a una persona en especial sino al ser humano en forma abstracta, más allá de su nacionalidad, su educación, su condición social o laboral.
Independientemente de lo que creamos sobre la naturaleza humana, muchas veces suceden cosas que nos hacen inclinarnos en uno u otro sentido. El holocausto, por ejemplo, genera un consenso casi universal sobre la maldad del ser humano, ejemplificada en algunos de sus ideólogos y ejecutores.
En la vereda de enfrente, por fortuna, existen loables ocasiones donde el ser humano muestra su parte más valiosa, la que despliega las virtudes que nos hacen más dignos de esa humanidad que compartimos.
Hace poco, quienes hacemos “De buenas a primeras” tuvimos la oportunidad de ver un video sobre una campaña de Médicos sin Fronteras. Ya hemos hablado con ustedes alguna vez acerca de las redes sociales y nos hemos referido a las excelentes oportunidades que nos brindan si podemos usarlas convenientemente.
Por eso es un placer para nosotros contarles que una oyente de diecinueve jóvenes años llamada Vicky y experta en estas lides, nos acercó esta información que seguramente sin su iniciativa y su ayuda no hubiéramos encontrado. El tema: el dolor ajeno.
Y entonces, gracias a Vicky y al video que nos mostró, nos pusimos a pensar en cuánto duele el dolor ajeno. Yo puedo saber, porque he pasado por esas experiencias, cuánto puede doler una muela, un parto o una quebradura de tibia.
Sé lo mal que me siento cuando el frío me agarra desprevenida en la calle, cuando la lluvia me empapa o cuando por algún motivo tengo que saltearme el almuerzo. Pero hay una suerte de circunstancias que desde  siempre han hecho que todas estas molestias fueran, en mi caso, pasajeras, esporádicas.
Si me duele la muela, compro un analgésico. Si tengo frío, sé que en breve llegaré a mi casa y me templaré. Si me mojo, sé que cuento con ropa seca para cambiarme.
¿Pero si no tuviera ninguna de esas posibilidades? ¿Cómo sería ese dolor de muelas si sucumbiera al transcurso de las horas del día y de la noche sin atenuarse? ¿Y qué sucedería si el frío que puedo sentir alguna vez durara todo el invierno? ¿Cuánto tardaría en secarse mi ropa si no pudiera sacármela?
Entonces, aunque está claro que nunca será lo mismo que experimentarlo, puedo imaginar ese dolor. Puedo vislumbrar lo que sentiría si estuviera enferma y no tuviera acceso a los medicamentos, o si padeciera la crudeza del clima sin posibilidad alguna de resguardarme.
Cuando hago el ejercicio de ponerme en el lugar del que sufre, pensando y teniendo en cuenta cada uno de los detalles de su sufrimiento, puedo sentir cómo su dolor duele mucho más.
Hoy quisiera invitarlos a que intentáramos hacer juntos este ejercicio para que podamos comprobar, sin lugar a dudas, cómo y cuánto más duele el dolor ajeno cuando lo hacemos propio.
No es mi dolor, estrictamente hablando. Pero es el dolor de otros. De millones de otros que no tienen un micrófono para decirnos, o para gritarnos –porque su clamor tiene la impronta de la desesperación- cómo se sienten, o cómo y cuánto les duele su dolor.
¿Sucede en África? Sí, por supuesto. ¿Sucede en los países que viven por debajo del nivel de desarrollo? Sí, claro. Sucede también a no más de veinte cuadras de nuestra casa? Sí, también.
No pretendemos organizar en esta breve columna una campaña de sensibilización, aunque creemos que es necesaria.
Más bien nos gustaría hacerles una invitación a pensar en aquellos que tienen menos oportunidades que nosotros. Menos oportunidades de calmar el dolor físico, de cubrir sus necesidades básicas, de acceder a las más elementales herramientas que provee la civilización.
Es una invitación a pensar desde otra perspectiva las cosas que les pasan a los demás, y esa mirada tiene que ver con sentir o experimentar el dolor ajeno. Si nos duele la falta de educación, quizás no seremos tan duros para juzgar actitudes que podrían ser subsanadas con educación. Necesitamos con urgencia enfocarnos en la prevención.
La propuesta que les hacemos desde este espacio es entonces ver con ojos y corazón bien abiertos este conmovedor video sobre el dolor de los más desprotegidos y vulnerables.
En ese video se cuenta el desarrollo de una campaña que se creó para fabricar y vender las llamadas “pastillas contra el dolor ajeno”. El dinero obtenido de esa venta se destinó a la organización Médicos sin Fronteras. La solidaridad de muchísima gente, de incontables personas hermanadas por el deseo de ayudar, convirtió este pseudo “medicamento” en uno de los más vendidos en España.
Probablemente todos tengamos a nuestro alrededor muestras concretas de la bondad de la gente. Somos parte de un país cuyos habitantes han demostrado en incontables ocasiones el poder de la solidaridad.
Claro que siempre hace falta, siempre y cada vez más, hace falta.
Como también hace falta que nos duela el dolor de otros para derribar la indiferencia. Hace falta querer con el alma ser parte de una sociedad más inclusiva y más justa.
Desde el fondo de todos los tiempos y de nuestras entrañas resurge la pregunta clave sobre si el hombre es bueno o malo.
Si varios de nosotros viajáramos en un avión que aterrizara en una isla sin leyes y tuviéramos que organizarnos de alguna forma para sobrevivir ¿nos aniquilaríamos unos a otros o colaboraríamos para poder convivir? El estado natural del hombre ¿es de guerra o de paz? El dolor ajeno ¿nos duele o solo tenemos espacio interno para el dolor propio?
Natalia Peroni

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