martes, 11 de septiembre de 2012

Vergüenza ajena


Ustedes ya saben que en “De buenas a primeras” nos proponemos construir cada día una mirada positiva sobre la vida, sobre lo que pensamos, sentimos, hacemos, decimos y actuamos.
Para eso a veces compartimos con ustedes citas de diversos autores, otras hacemos entrevistas a gente con la que creemos que vale la pena conversar y también, en ocasiones, les contamos experiencias personales que de alguna manera nos representan o nos definen.
Este es el caso hoy. Me gustaría hacerles una confesión personal no exenta de humor, porque el humor es un ingrediente esencial en mi vida: les confieso que sufro de una profunda vergüenza ajena.
Quizás a ustedes no les parezca nada grave, porque en mayor o menor medida, a todos nos pasa que frente a determinadas situaciones quisiéramos tener la fórmula de la invisibilidad para desaparecer inmediatamente, o la pala mágica que cavara el pozo donde nos sería imperioso escondernos, o el túnel del tiempo a través del cual podríamos viajar al pasado inmediato y borrar el bochorno presente de un plumazo.
En mi caso, la vergüenza ajena que padezco me hace reír a carcajadas de mí misma esporádicamente, pero la mayoría de las veces me produce una sensación de inquietud nerviosa casi rayana en la histeria, que en general logro disimular exitosamente, pero que aún así me mueve a considerar la posibilidad de consultar a un “vergüenzólogo”.
Mi vergüenza ajena funciona más o menos de este modo: si estoy en un restorán y escucho que en la mesa de al lado una pareja se está peleando y empieza a subir el volumen de la discusión, me quedo tildada observando la escena mientras comienzo a percibir que sube mi temperatura corporal, se me revuelve el estómago, siento ganas de ir a pedirles que vayan a gritarse a otro lado, y como si esto fuera poco, tiendo a tomar partido internamente por alguno de los miembros de la pareja.
Eso dura unos segundos, nomás. Después tengo que salir de allí con urgencia. Entonces me voy al baño y me quedo ahí hasta que me obligo a volver y me repito que tengo que dejar de involucrarme con los papelones de los demás. Pero igual sufro.
También me pasa cuando veo un programa de televisión en donde todos se pelean con todos a los alaridos y se enrostran unos a otros las barbaridades más insólitas. En ese escenario se revelan escandalosos secretos de alcoba, se intercambian acusaciones mutuas entre las que recuerdo, por ejemplo, la falta de higiene íntima de alguna vedette, los pelos no depilados de las piernas de otra; también un personaje calificando a otro de traidor, malnacido, malparido y otros males; y sobre todo se me congela la sangre frente al desfile de mujeres casi niñas exhibiendo siluetas formidables aunque siliconadas, y relatando sus supuestas hazañas sexuales con tal o cual famoso, sin lograr hilvanar una frase que no empiece, continúe y finalice con el dúo: “eso: nada”.
Este drama en general intento solucionarlo con el zapping, pero siempre llego tarde. Cuando voy a cambiar de canal, ya escuché o vi demasiado. Ya estoy de nuevo en estado de vergüenza ajena irremontable. Vuelvo a huir adonde me sea posible, pero sigo viendo todo rojo. Porque no sé si ustedes saben que el color de la vergüenza ajena es rojo: en las mejillas, en las palmas de las manos y hasta en el velo que recubre la mirada de quien la padece. Todo es rojo.
Ni qué hablar de los políticos cuando vociferan y gesticulan frente a multitudes que los interrumpen con aplausos apenas iniciada la primera frase. En esos casos, que ya son cotidianos para los argentinos, me pregunto con un resto de inocencia si los agobiantes oradores sabrán que el micrófono funciona perfectamente, al igual que los parlantes. “¿Por qué gritan, por Dios?” es la pregunta que me sube por la garganta y que a veces hago en voz alta, incluso altísima, para desahogar mi vergüenza ajena.
He llegado a jurarme que votaré al primer candidato que no grite frente a un micrófono en un discurso. Les aseguro que a esta altura me parece un criterio tan válido como cualquier otro.
Las fotos de algunos de nuestros gobernantes riéndose a mandíbula batiente, con la risa relajada de quien se sabe impune, cuando hay tanta gente que sufre sus desatinos, trasciende la categoría de vergüenza ajena. Ahí ya me siento agraviada como ciudadana, y entonces no hay humor que valga, porque hay situaciones que no admiten ni la más mínima humorada.
Pero volviendo a las que sí podrían dar cabida al humor, aunque se trate de este humor incómodo e ingrato que me genera la vergüenza ajena, yo les pido que me escriban y me cuenten si a ustedes les sucede algo aunque sea parecido, aunque sea con otros ejemplos y otros casos, o si definitivamente soy yo la que está loca y tiene que iniciar un tratamiento urgente. Aunque pensarme loca también me daría un poco de vergüenza, esta vez, calculo, vergüenza propia y no ajena.
Clarina Pertiné

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