Ustedes
ya saben que en “De buenas a primeras” nos proponemos construir cada día una
mirada positiva sobre la vida, sobre lo que pensamos, sentimos, hacemos,
decimos y actuamos.
Para
eso a veces compartimos con ustedes citas de diversos autores, otras hacemos
entrevistas a gente con la que creemos que vale la pena conversar y también, en
ocasiones, les contamos experiencias personales que de alguna manera nos
representan o nos definen.
Este
es el caso hoy. Me gustaría hacerles una confesión personal no exenta de humor,
porque el humor es un ingrediente esencial en mi vida: les confieso que sufro
de una profunda vergüenza ajena.
Quizás
a ustedes no les parezca nada grave, porque en mayor o menor medida, a todos
nos pasa que frente a determinadas situaciones quisiéramos tener la fórmula de
la invisibilidad para desaparecer inmediatamente, o la pala mágica que cavara
el pozo donde nos sería imperioso escondernos, o el túnel del tiempo a través
del cual podríamos viajar al pasado inmediato y borrar el bochorno presente de
un plumazo.
En
mi caso, la vergüenza ajena que padezco me hace reír a carcajadas de mí misma
esporádicamente, pero la mayoría de las veces me produce una sensación de
inquietud nerviosa casi rayana en la histeria, que en general logro disimular
exitosamente, pero que aún así me mueve a considerar la posibilidad de
consultar a un “vergüenzólogo”.
Mi
vergüenza ajena funciona más o menos de este modo: si estoy en un restorán y
escucho que en la mesa de al lado una pareja se está peleando y empieza a subir
el volumen de la discusión, me quedo tildada observando la escena mientras
comienzo a percibir que sube mi temperatura corporal, se me revuelve el
estómago, siento ganas de ir a pedirles que vayan a gritarse a otro lado, y
como si esto fuera poco, tiendo a tomar partido internamente por alguno de los
miembros de la pareja.
Eso
dura unos segundos, nomás. Después tengo que salir de allí con urgencia.
Entonces me voy al baño y me quedo ahí hasta que me obligo a volver y me repito
que tengo que dejar de involucrarme con los papelones de los demás. Pero igual
sufro.
También
me pasa cuando veo un programa de televisión en donde todos se pelean con todos
a los alaridos y se enrostran unos a otros las barbaridades más insólitas. En
ese escenario se revelan escandalosos secretos de alcoba, se intercambian
acusaciones mutuas entre las que recuerdo, por ejemplo, la falta de higiene
íntima de alguna vedette, los pelos no depilados de las piernas de otra;
también un personaje calificando a otro de traidor, malnacido, malparido y
otros males; y sobre todo se me congela la sangre frente al desfile de mujeres
casi niñas exhibiendo siluetas formidables aunque siliconadas, y relatando sus
supuestas hazañas sexuales con tal o cual famoso, sin lograr hilvanar una frase
que no empiece, continúe y finalice con el dúo: “eso: nada”.
Este
drama en general intento solucionarlo con el zapping, pero siempre llego tarde.
Cuando voy a cambiar de canal, ya escuché o vi demasiado. Ya estoy de nuevo en
estado de vergüenza ajena irremontable. Vuelvo a huir adonde me sea posible,
pero sigo viendo todo rojo. Porque no sé si ustedes saben que el color de la
vergüenza ajena es rojo: en las mejillas, en las palmas de las manos y hasta en
el velo que recubre la mirada de quien la padece. Todo es rojo.
Ni
qué hablar de los políticos cuando vociferan y gesticulan frente a multitudes
que los interrumpen con aplausos apenas iniciada la primera frase. En esos
casos, que ya son cotidianos para los argentinos, me pregunto con un resto de
inocencia si los agobiantes oradores sabrán que el micrófono funciona
perfectamente, al igual que los parlantes. “¿Por qué gritan, por Dios?” es la
pregunta que me sube por la garganta y que a veces hago en voz alta, incluso
altísima, para desahogar mi vergüenza ajena.
He
llegado a jurarme que votaré al primer candidato que no grite frente a un micrófono
en un discurso. Les aseguro que a esta altura me parece un criterio tan válido
como cualquier otro.
Las
fotos de algunos de nuestros gobernantes riéndose a mandíbula batiente, con la
risa relajada de quien se sabe impune, cuando hay tanta gente que sufre sus
desatinos, trasciende la categoría de vergüenza ajena. Ahí ya me siento agraviada
como ciudadana, y entonces no hay humor que valga, porque hay situaciones que
no admiten ni la más mínima humorada.
Pero
volviendo a las que sí podrían dar cabida al humor, aunque se trate de este
humor incómodo e ingrato que me genera la vergüenza ajena, yo les pido que me
escriban y me cuenten si a ustedes les sucede algo aunque sea parecido, aunque
sea con otros ejemplos y otros casos, o si definitivamente soy yo la que está
loca y tiene que iniciar un tratamiento urgente. Aunque pensarme loca también
me daría un poco de vergüenza, esta vez, calculo, vergüenza propia y no ajena.
Clarina Pertiné
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