En
el libro “La vida plena”, de Sergio Sinay, que a mí me pareció excelente y les
recomiendo especialmente, hay un capítulo que se titula “La vida esperanzada”.
Comienza así:
“Decía
el gran pensador humanista Erich Fromm que cuando la vida deja de ser atractiva
e interesante es fácil para el ser humano ser arrastrado por la desesperación.
Ya nada importa, nada hay para cuidar o resguardar (…)”
¿Y
cuándo la vida deja de ser atractiva e interesante? Acaso cuando al elevar la
mirada no se encuentra un horizonte, un camino, una meta, un propósito. Cuando
no hay hacia dónde marchar. Cuando no hay esperanza.
Sin
embargo, sostiene Sinay, aún las más terribles historias individuales o
colectivas que se hayan registrado en la historia de la humanidad muestran que
siempre queda algo por esperar.
La
esperanza habla de una espera, pero no de una espera pasiva, en la cual aquello
que aguardamos vendrá a nosotros o se nos dará solo. Se refiere en cambio a una
espera activa, que se proyecta. Y proyectar es lanzar hacia adelante.
La
esperanza nos da siempre una tarea, nos permite entrenar nuestros recursos y
habilidades, nos ayuda a aprender mientras abrimos nuestro camino. Nos recuerda
que entre aquello que esperamos, nuestra actitud y nuestra voluntad hay un lazo
profundo, un hilo conductor, una relación estrecha.
La
esperanza rompe el determinismo y nos dice una y otra vez que tenemos una
responsabilidad: la de proyectarnos. Es decir, la de darle un argumento a
nuestra vida, la de elegir y decidir qué hemos de hacer y cómo hemos de hacerlo
a partir de circunstancias y situaciones reales en las cuales nos encontramos.
Los
ingredientes reales de la esperanza son nombrados por Soler y Conangla:
paciencia, seguridad en los propios recursos, confianza, tranquilidad, coraje.
“Cuando existe la esperanza crecen la creatividad y el gozo”, dicen ellos.
La
vida esperanzada es, pues, una vida activa, orientada a propósitos, una vida
confiada, en la cual se fortalece la autovaloración y el aprecio por el simple
hecho de existir. Es una vida que, como los árboles firmes, echa raíces
profundas en la tierra y eleva un alto ramaje hacia el cielo.
No
edifica su fe en el dogma sino en lo experimentado, en lo vivido. Es una vida
activa, con una convocatoria permanente a conjugar los verbos.
La
esperanza vive en el presente; no es un punto de evasión hacia el futuro. Quien
vive su presente con responsabilidad, con empatía, cooperativamente y con amor
traducido en hechos, es actor de una vida esperanzada.
El
autor finaliza el capítulo afirmando que la esperanza, como la responsabilidad,
es una cualidad individual. Mi esperanza, dice, se construye desde adentro de
mí, desde una forma de abordar mi vida, y desde allí se sostiene y justifica,
con acciones, y no con meras creencias.
Nadie
puede darme esperanzas y a nadie puedo culpar por no haberlas hecho realidad.
Pueden darme promesas, y puedo creer en ellas e incluso pueden cumplirse, pero
una promesa no es una esperanza.
A
las promesas las recibimos, a las esperanzas las generamos, son fruto de
nuestra actitud, de nuestra actividad, de nuestras decisiones. Quien vive una
vida esperanzada no avanza por caminos que otros construyeron, sino que anda
aquellos que abre por sí mismo.
¿Qué
piensan y sienten ustedes, queridos oyentes, frente a lo que dice Sergio Sinay?
¿Se consideran personas esperanzadas? Y si les parece que no lo son ¿creen que
podrían empezar a cambiar algo, aunque sea muy pequeño, para vivir con más
esperanza?
Clarina Pertiné
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