martes, 9 de julio de 2013

Final de fiesta

¿Ustedes, estimados oyentes, tuvieron hace poco una fiesta en su casa?. No les hablo de una comida con un par de amigos,  el asado del domingo o un té con amigas. Les pregunto por una fiesta que haya implicado corrida de muebles, alquiler de vajilla o noches de insomnio planeando el ágape que dejaría el bolsillo resentido y unas enormes ansias por recuperar la vida normal.
Unas tres o cuatro semanas antes comienzan los preparativos. Planear el menú, averiguar precios, decidir si cocinamos nosotros o contratamos un servicio. La música, ¿estará a cargo de algún melómano con alma de disc jockey o un profesional?  Nuestra morada,¿resistirá el embate de un malón hambriento que husmeará hasta los rincones más íntimos en busca de unos pocos centímetros donde apoyar una copa?
Las vísperas del evento, que viene durando unos cuantos días más de los que hubiéramos creído, nos arroja en la fecha programada con  los nervios de punta. Pero ese día amanece, que no es poco, y los dioses de la lluvia que amenazaban despertarse, parecen dormidos. Un cielo claro despeja el miedo de tormentas, granizo y nieve porque hasta el día anterior no parecía exagerado pensar que la ley de Murphy haría que tibios copos de agua nieve cayeran sobre Buenos Aires.
 En el desayuno nos ilusionamos con un día tranquilo. Ya todo está preparado, la heladera repleta, la música elegida, las flores, los postres. Pero quedan cosas de último momento, se sabe que la antelación no es amiga de los eventos.
Los pendientes incluyen el pan, el hielo, la peluquería, correr algunos muebles que hubieran hecho nuestra vida imposible hasta el día anterior, planchado de camisas y detalles nimios. Esos que nadie va a notar pero que podrían marcar una diferencia.
La hora señalada anos encuentra agotadas y algo peleadas con el resto de los anfitrones pero con el ánimo intacto y ganas de divertirnos. Llegan los invitados, algunos no los vemos hace algunos meses, incluso años, pero no hay tiempo para ponerse al día. Suena el timbre y más abrazos, más regalos, más sorpresas.
La fiesta, finalmente, resulta un éxito rotundo, la comida alcanza y uno se ríe de la fantasía de la noche anterior en la cual  4 o 5 personas se batían a duelo por un canapé. La bebida enciende los ánimos y se multiplican las promesas de reencuentro con amigos y familiares quizá injustamente dejados de lado. Sin duda, lo mejor de la fiesta es esa excusa que tuvimos para el reencuentro, para comprobar que a pesar del tiempo el cariño con las personas queridas sigue intacto.
La madrugada se lleva los últimos invitados y el cansancio no nos permite evaluar los daños. Mañana será otro día es casi lo último que pensamos antes del merecido descanso.
Y un poco más de 24 horas después del desayuno con el pronóstico sin lluvia, amanece una casa extraña. Una casa sin el olor que le es habitual, con los muebles arrinconados, las persianas bajas a pesar de que casi es mediodía. Una casa que nos invita a salir corriendo y pedir ayuda. Pero los dioses de la lluvia se llevaron a su descanso el resto del Olimpo y estamos solos ante el desastre.
Cada cenicero que vaciamos, cada copa que llevamos a lavar, cada plato con resto de torta que tiramos, cada globo desinflado que levantamos del piso y algún que otro corcho rescatado debajo del sillón nos recuerda el dolor de cabeza que confirma que a noches alegres, mañanas tristes.
Pero cada uno de estos espacios que recuperamos para la normalidad nos anima a seguir trabajando. Porque ahora también estamos en las vísperas, en las vísperas de la ansiada y nunca bien ponderada normalidad. Esa que hace que los muebles ocupen el lugar exacto para permitirnos caminar a oscuras en nuestro living. La que nos permite recuperar nuestros hábitos de sueño y de comida.

La rutina que hace que nuestro día a día sea previsible y nuestro hogar, por humilde que sea, reconocible. La misma rutina con la cual muchas veces nos peleamos pero que hoy reconocemos como necesaria. Aunque sea para juntar ganas de hacer una nueva fiesta. Y ver a esos amigos y familiares que hace meses o años que no vemos. Y planear el menú, y decidir si cocinamos nosotros o contratamos un servicio. Y temer estúpidamente por la nieve, que en Buenos Aires sólo se ha presentado en 3 ocasiones desde 1912.
Natalia Peroni

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