miércoles, 31 de julio de 2013

Casualidad

Quiero hoy compartir con Uds una experiencia curiosa, por llamarla de alguna manera, que me dejó pensando en esto que llamamos suerte, casualidad, azar. O quizá sólo se trate de la falta de respuesta de un individuo ante la sucesión de algunos hechos.
La historia comienza con mi concurrencia a una dependencia municipal. Mientras esperaba ser atendida, comencé a charlar con una señora muy amable que, a diferencia del resto de los empleados, no atendía a nadie, aun cuando esperaba poder atender a alguién atrás de un escritorio con una silla vacía en frente suyo. Cabe señalar que el cartel numeroso que asignaba los turnos, cambiaba continuamente y sorteaba diferentes números entre los demás puestos de atención al público. Pero a ella no le tocaba nunca.
Movida por la intriga me acerqué y le pregunté cuál era esa sección tan poco transitada por nosotros, los contribuyentes. Matrimonios, me dijo con una sonrisa. Acá vienen a pedir los turnos las parejas para casarse. ¡Qué lindo trabajo tiene usted!, Al menos no se vienen a quejar, le dije. Me contestó con una mueca dubitativa. Es que se casa poco la gente ahora, ¿no? Intenté nuevamente.
Y di en la tecla. Porque la amable señora comenzó una larga letanía en contra del matrimonio. O mejor dicho, una amarga crónica de su frustrado matrimonio. Que por supuesto, había concluido hace un par de años, gracias a Dios, decía ella. Porque su marido, su ex marido, y por extensión, todos los hombres del planeta, eran unos tremendos egoístas.
Qué se había llevado el hombre en cuestión los mejores años de su vida. Qué la había dejado sola con dos críos, por suerte ya grandecitos. Qué poco le habían importado a ese canalla los años de esfuerzos que ella le había brindado.
Que el matrimonio, en suma, era una basura. Pero ella, ¡ay! ella por suerte había aprendido. Y se había recuperado. Y si el mismo Dios bajara y le hiciera una propuesta para comenzar de vuelta, ella le diría que no. Porque a sus 53 años ya estaba tranquila. Con sus cosas, con los chicos grandes, con sus horarios y su dinero. Y como ya no tenía líbido, el tema de su célibe soltería recuperada a la fuerza estaba perfectamente solucionado.
Todo esto fue dicho de una sola vez. O de a párrafos pero tan bien hilvanados en un discurso casi proselitista que no daba lugar a la interrupción, ni al aplauso.
Entonces se iluminó mi número en la pantalla y me despedí con un gesto señalandole el box que me había tocado en suerte.
Pero pensaba en su suerte, aquella que la había destinado a ser la escribiente de un libro negro, de tapa dura y hojas gruesas, donde todavía hoy se anotan los turnos para contraer matrimonio. A mano y con letra cursiva, ella debía anotar las ilusiones de muchas parejas, sus proyectos, sus dudas quizá, sus ganas de cambiar y animarse a decirle a la sociedad que, a partir del día tal ellos serían un matrimonio.
Justamente ella, que sabía que iban a fracasar. Justamente ella tenía que ser la que todos los días recibiera la noticia de que la humanidad no había aprendido, que su experiencia no había sido suficiente.
Qué mala suerte tiene esa mujer, pensé! Qué casualidad que le haya tocado justo ese sector habiendo tantas cosas para hacer en la Municipalidad! Qué loco es el azar!

Pero luego pensé que también habría podido pedir un traslado. A la parte de patentes, quizá, si es que los autos todavía no la habían desencantado. Pero….y si no quisiera? Y si fuera su voluntad quedarse en ese lugar? Para poder de alguna forma advertir a los cautos creyentes o quizá, disfrutar de la felicidad que a ella le había sido negada.
Natalia Peroni

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