Hace
un tiempo compartí con ustedes algo que había escrito sobre aquellas personas
que, por diversos motivos, constituyen descansos en el camino de nuestra vida.
En
aquella oportunidad yo me refería, aunque no de manera explícita, a la gente
con la que trabajo; a ese grupo de mujeres y hombres con los que comparto
diariamente el desafío de pensar e implementar acciones capaces de mejorar la
calidad de vida de poblaciones que están en situación de vulnerabilidad social.
Les
dediqué palabras de elogio, de cariño y valoración porque quiero a cada una de
esas personas; las admiro y me siento privilegiada por tenerlas cerca y contar
con la posibilidad de aprender cada día algo nuevo gracias a ellas.
Hoy
pensaba que, además de las personas cuya existencia nos nutre y nos plenifica,
también existen ciertos rituales cotidianos que funcionan como antídoto contra
el malhumor, o como bálsamo sobre una herida, o como detonante de cierta
carcajada contenida o de algunas lágrimas aprisionadas entre la garganta y los
ojos, ¿no es cierto?
Son
rituales que nos liberan, nos calman, nos ayudan a desahogarnos, restauran
nuestro equilibro emocional, nos arrancan una sonrisa de placer o un suspiro de
alivio; nos conectan con nuestro corazón y al soplar sobre la capa gris de
nuestros desencantos, desempolvan los huesos relucientes del alma; esa
arquitectura magnífica destinada a brillar y que a veces, sin querer, dejamos
relegada al descuido.
Para
mí esos rituales tienen una magia que la rutina, lejos de apagar, enciende cada
vez que los repito.
El
baño de inmersión, por ejemplo. Ese tiempo sagrado y breve en que cierro los
ojos en medio de un vapor brumoso y descanso el cuerpo y la mente más que con
el sueño nocturno.
Mientras
floto en la bañera proceso las emociones del día y observo maravillada cómo en
mi psiquis se van resolviendo solos los problemas que me preocupaban hasta el
minuto antes de hundirme en el agua. Un agua que lava mis tristezas, enjuaga
mis angustias, centrifuga mis temores y los empuja después hacia la fuerza
despiadada del diminuto remolino que nace cuando saco el tapón y comienza el
final de ese rato glorioso.
O
comprarme un chocolate en un quiosco a cualquier hora del día, aunque el
momento por excelencia es para mí después de almorzar. Soy capaz de caminar
muchísimas cuadras para encontrar el chocolate que me reclama cada día. A veces
se me impone como imperioso que tenga dulce de leche; en otras ocasiones siento
que la vida perderá su sentido si no como un chocolate con almendras y entonces
busco el que quiero con la perseverancia de un arqueólogo. Cabe aclarar que me
gusta el chocolate extremadamente dulce y denso, así que suelo desdeñar un poco
tanto al amargo como al aireado. Y cuando lo encuentro… entonces sí, poderosa
después de haber prácticamente engullido el chocolate, puedo enfrentarme a
cualquier desafío que se me cruce en lo que resta del día.
También
me siento extraordinariamente feliz al leer un buen libro en mi cama; o al
atardecer de todos los viernes del año, porque llueva o truene, considero al
viernes como un día amable y generoso, al que imagino como un juglar bonachón y
risueño que llega pregonando las delicias del descanso que se avecina.
Pero
bueno, queridos oyentes, ya basta de hablar de mí. He confesado ante ustedes
algunos rituales y momentos que no cambiaría por nada. Les mencioné el baño de
inmersión, el chocolate, los libros y los viernes a la tarde. Suficiente por
hoy.
Ahora es el turno de
ustedes. Nada me gustaría más que saber cuáles son esas instancias
irrenunciables, esos momentos donde las piezas del rompecabezas que es a veces
nuestra vida, se empiezan a acomodar casi sin que nos demos cuenta, como por
arte de magia, o quizás en virtud del enorme bien que nos hacen.Clarina Pertiné
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