miércoles, 17 de julio de 2013

Rituales que nos restauran

Hace un tiempo compartí con ustedes algo que había escrito sobre aquellas personas que, por diversos motivos, constituyen descansos en el camino de nuestra vida.
En aquella oportunidad yo me refería, aunque no de manera explícita, a la gente con la que trabajo; a ese grupo de mujeres y hombres con los que comparto diariamente el desafío de pensar e implementar acciones capaces de mejorar la calidad de vida de poblaciones que están en situación de vulnerabilidad social.
Les dediqué palabras de elogio, de cariño y valoración porque quiero a cada una de esas personas; las admiro y me siento privilegiada por tenerlas cerca y contar con la posibilidad de aprender cada día algo nuevo gracias a ellas.
Hoy pensaba que, además de las personas cuya existencia nos nutre y nos plenifica, también existen ciertos rituales cotidianos que funcionan como antídoto contra el malhumor, o como bálsamo sobre una herida, o como detonante de cierta carcajada contenida o de algunas lágrimas aprisionadas entre la garganta y los ojos, ¿no es cierto?
Son rituales que nos liberan, nos calman, nos ayudan a desahogarnos, restauran nuestro equilibro emocional, nos arrancan una sonrisa de placer o un suspiro de alivio; nos conectan con nuestro corazón y al soplar sobre la capa gris de nuestros desencantos, desempolvan los huesos relucientes del alma; esa arquitectura magnífica destinada a brillar y que a veces, sin querer, dejamos relegada al descuido.
Para mí esos rituales tienen una magia que la rutina, lejos de apagar, enciende cada vez que los repito.
El baño de inmersión, por ejemplo. Ese tiempo sagrado y breve en que cierro los ojos en medio de un vapor brumoso y descanso el cuerpo y la mente más que con el sueño nocturno.
Mientras floto en la bañera proceso las emociones del día y observo maravillada cómo en mi psiquis se van resolviendo solos los problemas que me preocupaban hasta el minuto antes de hundirme en el agua. Un agua que lava mis tristezas, enjuaga mis angustias, centrifuga mis temores y los empuja después hacia la fuerza despiadada del diminuto remolino que nace cuando saco el tapón y comienza el final de ese rato glorioso.
O comprarme un chocolate en un quiosco a cualquier hora del día, aunque el momento por excelencia es para mí después de almorzar. Soy capaz de caminar muchísimas cuadras para encontrar el chocolate que me reclama cada día. A veces se me impone como imperioso que tenga dulce de leche; en otras ocasiones siento que la vida perderá su sentido si no como un chocolate con almendras y entonces busco el que quiero con la perseverancia de un arqueólogo. Cabe aclarar que me gusta el chocolate extremadamente dulce y denso, así que suelo desdeñar un poco tanto al amargo como al aireado. Y cuando lo encuentro… entonces sí, poderosa después de haber prácticamente engullido el chocolate, puedo enfrentarme a cualquier desafío que se me cruce en lo que resta del día.
También me siento extraordinariamente feliz al leer un buen libro en mi cama; o al atardecer de todos los viernes del año, porque llueva o truene, considero al viernes como un día amable y generoso, al que imagino como un juglar bonachón y risueño que llega pregonando las delicias del descanso que se avecina.
Pero bueno, queridos oyentes, ya basta de hablar de mí. He confesado ante ustedes algunos rituales y momentos que no cambiaría por nada. Les mencioné el baño de inmersión, el chocolate, los libros y los viernes a la tarde. Suficiente por hoy.
Ahora es el turno de ustedes. Nada me gustaría más que saber cuáles son esas instancias irrenunciables, esos momentos donde las piezas del rompecabezas que es a veces nuestra vida, se empiezan a acomodar casi sin que nos demos cuenta, como por arte de magia, o quizás en virtud del enorme bien que nos hacen.
Clarina Pertiné

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