Es entre pesos y liviandades
como transcurren mis sentires.
Con ritmo desigual y a golpe
de latidos.
A veces desbocados,
frenéticos, insomnes.
A veces serenos,
cadenciosos, amables como el recuerdo de un antiguo amor que ya no duele.
Siempre se arremolinan
alrededor de mi alma.
En ocasiones, de tanto
circundarla, terminan por cerrar un cerco que impide las huidas y entonces todo
es grave.
Pesan la memoria y las
palabras dichas u omitidas.
Pesa el corazón anclado al acero impenetrable de las culpas.
La sinfonía de voces
interiores se eleva, se expande como un vendaval y se convierte en un grito
desgarrado y atroz que reclama silencio y soledad para llorar sus notas más
discordes.
Pero otras veces –ah, sí,
hay otras veces- los latidos recobran su magia.
Pueden tomarla prestada de
un sentimiento de ternura o de alegría. También de la sensación ligera, casi
etérea que surge de la emoción o de la euforia.
Pueden robársela a la luz.
Poco importa si los tiñe de dorado o los cubre de plata, pues ni el día ni la
noche detienen a los latidos, que palpitan por igual bajo soles y estrellas.
Como sea que ocurra el
milagro de la liviandad, sé que acontece porque despega hacia el infinito todo
cuanto puede soltarse.
Se desatan las amarras más
duras, se eleva una canción o una plegaria, nace un amor nuevo, se engendra un
poema o un hijo, comienza o concluye una batalla.
Y el corazón, liberado,
estalla en mil partículas que, luego del prodigio, vuelven a unirse, al son de
mis latidos, para marcar una vez más el compás indómito de los sentires de mi
alma.
Clarina Pertiné
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