martes, 4 de junio de 2013

Escenas bizarras

Quería contarles una escena de tinte surrealista de la que fui testigo casual hace unos días, y que me dejó, al mismo tiempo, pensativa y sonriente.
Resulta que, terminada mi jornada de trabajo, me dirigía por la calle Esmeralda, en pleno microcentro, hacia la esquina de Corrientes y Alem. Iba con paso apurado, porque a las cinco de la tarde el ritmo general de la ciudad se acelera con la ansiedad que solemos sentir por llegar a nuestras casas después de los trajines del día.
En eso estaba cuando mi atención fue atraída por lo siguiente:
En una de las dos mesas que había situadas sobre la vereda y que pertenecían a uno de los tantos bares y cafés que engalanan Buenos Aires, vislumbré primero el perfil de un hombre bastante mayor que parecía sacado de algún antiguo arrabal. Desaceleré mi andar para observarlo -con disimulo para no incomodarlo- y pude ver sus manos huesudas y largas sosteniendo un cigarrillo al que daba pitadas profundas y rítmicas con los ojos entrecerrados por el humo. Mientras tanto, le hablaba con total naturalidad a una mujer ubicada en la otra mesa, a una distancia muy corta.
Ella rondaba los sesenta años, vestía de negro, tenía el cabello platinado sujeto en un rodete tirante, usaba un maquillaje exagerado y algo corrido a esa hora del día, y lucía un escote profundo. Su rostro estaba prácticamente inmovilizado por el botox, sus labios parecían a punto de estallar en una mueca similar a la que precede al llanto, y sus pómulos esculpidos creaban una extraña ilusión óptica respecto de las proporciones reales de su rostro. Su postura era erguida, y comía una frugal ensalada verde sin mirar el plato ni los cubiertos, fijando la vista en algún punto situado a lo lejos, escondidos sus ojos detrás de unos enormes anteojos espejados.
El hombre seguía con su monólogo, claramente dirigido a ella. Me ubiqué en un lugar desde donde podía mirar sin ser vista, y seguí el desarrollo de la escena, hipnotizada por estos dos personajes insólitos.
Él, jugueteando con el pañuelo que le rodeaba el cuello y a veces también con algún mechón rebelde escapado de la gomina con que sujetaba unos rizos casi blancos, le suplicaba, seductor y en plan de conquista, que se dignara responder a la adoración que sentía por ella (usó la palabra adoración, por eso la cito); que al menos se quitara los anteojos y le dirigiera una mirada; que hiciera un gesto ínfimo y entonces él volaría hacia su mesa para seguir admirando esa belleza que lo volvía loco…
El hombre ensalzó la voluptuosidad de su boca, desgranó alabanzas hacia el escote imponente, idolatró el cabello de la rubia y hasta deslizó un comentario de admiración por los pies de la dama, apretados en unas sandalias doradas altísimas y envueltos en medias transparentes. Claramente, si había reparado en los juanetes de su amada, los obvió por completo.
Ella no cambió su postura, ni alteró sus movimientos, ni se quitó los anteojos ni acusó recibo de ninguno de los intentos del arrabalero por captar su atención o conquistar su amor. Siguió comiendo su ensalada verde, impávida, mientras su Romeo fumaba un cigarrillo tras otro y la miraba extasiado, regalándole palabras de amor y de deseo que se estrellaban contra la indiferencia absoluta de la mujer.
Sonó la bocina de un colectivo y me sacó violentamente de mi ensimismamiento. Me sentí una intrusa espiando aquel pequeño drama y retomé mi camino.
Y me quedé pensando en la inmensa variedad de matices que tienen los colores de cada vida, de cada historia, de cada encuentro y desencuentro entre las personas. Así como al principio me habían movido la curiosidad y cierta diversión al observar a estos dos seres un poco grotescos y tan desangelados, me permití también experimentar la ternura y la admiración por la perseverancia sin fisuras de aquel Romeo anacrónico, y por la estudiada coquetería de aquella sesentona con aire de antigua vedette, solísima en su mesa, perfectamente consciente de los embates de su admirador, pero actuando magistralmente un total desinterés.
Supe luego –porque me lo contó el mozo del bar- que la escena se repite cada día, sin variaciones. “Menos cuando llueve”, me aclaró. Y entonces me invadió la angustia. ¿Qué será del arrabalero y de la voluptuosa platinada cuando llueve? ¿Qué será de uno sin el otro, sin esa preciosa rutina con la que quizás curan sus heridas más profundas? Tal vez maldigan la lluvia o quizás no; quizás la lluvia les renueve las ganas de encontrarse otro día, en la misma vereda, en las mismas mesas, para recomenzar esa rutina que –también quizás- los redime y los salva del espanto.

Y ustedes, queridos oyentes, ¿han sido alguna vez testigos de escenas que los descolocaron por alguna razón? ¿Qué sintieron al presenciarlas?
Clarina Pertiné

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