Quería
contarles una escena de tinte surrealista de la que fui testigo casual hace
unos días, y que me dejó, al mismo tiempo, pensativa y sonriente.
Resulta
que, terminada mi jornada de trabajo, me dirigía por la calle Esmeralda, en
pleno microcentro, hacia la esquina de Corrientes y Alem. Iba con paso apurado,
porque a las cinco de la tarde el ritmo general de la ciudad se acelera con la
ansiedad que solemos sentir por llegar a nuestras casas después de los trajines
del día.
En
eso estaba cuando mi atención fue atraída por lo siguiente:
En
una de las dos mesas que había situadas sobre la vereda y que pertenecían a uno
de los tantos bares y cafés que engalanan Buenos Aires, vislumbré primero el
perfil de un hombre bastante mayor que parecía sacado de algún antiguo arrabal.
Desaceleré mi andar para observarlo -con disimulo para no incomodarlo- y pude
ver sus manos huesudas y largas sosteniendo un cigarrillo al que daba pitadas
profundas y rítmicas con los ojos entrecerrados por el humo. Mientras tanto, le
hablaba con total naturalidad a una mujer ubicada en la otra mesa, a una
distancia muy corta.
Ella
rondaba los sesenta años, vestía de negro, tenía el cabello platinado sujeto en
un rodete tirante, usaba un maquillaje exagerado y algo corrido a esa hora del
día, y lucía un escote profundo. Su rostro estaba prácticamente inmovilizado
por el botox, sus labios parecían a punto de estallar en una mueca similar a la
que precede al llanto, y sus pómulos esculpidos creaban una extraña ilusión óptica
respecto de las proporciones reales de su rostro. Su postura era erguida, y
comía una frugal ensalada verde sin mirar el plato ni los cubiertos, fijando la
vista en algún punto situado a lo lejos, escondidos sus ojos detrás de unos
enormes anteojos espejados.
El
hombre seguía con su monólogo, claramente dirigido a ella. Me ubiqué en un
lugar desde donde podía mirar sin ser vista, y seguí el desarrollo de la
escena, hipnotizada por estos dos personajes insólitos.
Él,
jugueteando con el pañuelo que le rodeaba el cuello y a veces también con algún
mechón rebelde escapado de la gomina con que sujetaba unos rizos casi blancos,
le suplicaba, seductor y en plan de conquista, que se dignara responder a la
adoración que sentía por ella (usó la palabra adoración, por eso la cito); que
al menos se quitara los anteojos y le dirigiera una mirada; que hiciera un
gesto ínfimo y entonces él volaría hacia su mesa para seguir admirando esa
belleza que lo volvía loco…
El
hombre ensalzó la voluptuosidad de su boca, desgranó alabanzas hacia el escote
imponente, idolatró el cabello de la rubia y hasta deslizó un comentario de
admiración por los pies de la dama, apretados en unas sandalias doradas
altísimas y envueltos en medias transparentes. Claramente, si había reparado en
los juanetes de su amada, los obvió por completo.
Ella
no cambió su postura, ni alteró sus movimientos, ni se quitó los anteojos ni
acusó recibo de ninguno de los intentos del arrabalero por captar su atención o
conquistar su amor. Siguió comiendo su ensalada verde, impávida, mientras su
Romeo fumaba un cigarrillo tras otro y la miraba extasiado, regalándole
palabras de amor y de deseo que se estrellaban contra la indiferencia absoluta
de la mujer.
Sonó
la bocina de un colectivo y me sacó violentamente de mi ensimismamiento. Me
sentí una intrusa espiando aquel pequeño drama y retomé mi camino.
Y
me quedé pensando en la inmensa variedad de matices que tienen los colores de
cada vida, de cada historia, de cada encuentro y desencuentro entre las
personas. Así como al principio me habían movido la curiosidad y cierta
diversión al observar a estos dos seres un poco grotescos y tan desangelados,
me permití también experimentar la ternura y la admiración por la perseverancia
sin fisuras de aquel Romeo anacrónico, y por la estudiada coquetería de aquella
sesentona con aire de antigua vedette, solísima en su mesa, perfectamente
consciente de los embates de su admirador, pero actuando magistralmente un
total desinterés.
Supe
luego –porque me lo contó el mozo del bar- que la escena se repite cada día,
sin variaciones. “Menos cuando llueve”, me aclaró. Y entonces me invadió la
angustia. ¿Qué será del arrabalero y de la voluptuosa platinada cuando llueve?
¿Qué será de uno sin el otro, sin esa preciosa rutina con la que quizás curan
sus heridas más profundas? Tal vez maldigan la lluvia o quizás no; quizás la
lluvia les renueve las ganas de encontrarse otro día, en la misma vereda, en
las mismas mesas, para recomenzar esa rutina que –también quizás- los redime y
los salva del espanto.
Y
ustedes, queridos oyentes, ¿han sido alguna vez testigos de escenas que los
descolocaron por alguna razón? ¿Qué sintieron al presenciarlas?
Clarina Pertiné
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