Muy
comunicado,
por Mex Urtizberea, para el diario “La Nación”, viernes 15 de febrero de 2008.
Publicado en la edición impresa.
Ahí
están en este bar, en la mesa de al lado, dos amigos, frente a frente, tomando
un café. Uno habla por celular, el otro parece estar mandando mensajes de
texto. Cuando el que habla corta, es al otro al que le suena el teléfono. El
que cortó revisa ahora su correo de voz. Frente a frente, todavía no han
hablado una sola palabra entre ellos.
Sin
ninguna melancolía lo digo: hubo un tiempo en que para llamar por teléfono
había que tener un cospel.
Y
para conseguir un cospel había que buscar un negocio que los vendiera. Y que el
negocio estuviera todavía abierto. (Un amigo me cuenta que, en su barrio, los
compraba en la peluquería de don Nicola, el único que no cerraba a la hora de
la siesta. Pero solo vendía dos por persona, para que a nadie le faltara
después; y que era inútil insistir para que despachara alguno más: el teléfono
es para avisar algo urgente, repetía como un rezo; si quiere conversar, vaya a
la casa y hágalo en persona).
Pero
aún con el negocio abierto y el cospel en la mano, todavía quedaba rogar que el
teléfono público no lo tragara. Y si el teléfono andaba, rogar que la persona a
quien llamábamos se encontrara en la casa y no en la calle como nosotros, ya
que de lo contrario la comunicación era imposible.
En
tal empresa había que embarcarse para acariciar el alivio de escuchar la voz
del otro y expresar aquello que uno quería expresar; así de incómoda era la cosa
para estar comunicados.
Si
uno quería encontrar a alguien para conversar como por casualidad, no tenía la
posibilidad del chat. Tenía que salir
a buscarla a pie, en auto, colectivo o bicicleta. Así de sacrificado era
comunicarse.
De
querer mandar un mensaje de texto, corto y sintético, había que llegarse hasta
un correo y dictarle a un empleado el telegrama.
Y
con la carta de carne y hueso, la cosa tampoco era sencilla: acercarse a un
buzón y dejarla ahí, después de haberla escrito con dedicación, pasado en
limpio más de una vez porque la letra no estaba del todo clara o porque de
alguna palabra nos arrepentíamos y nunca fue elegante tachar. Dejarla en el
buzón, tan huérfana, hasta que alguien viniese a recogerla y la llevara hasta
el destinatario.
No
hay la más mínima añoranza en esto que digo: hubo un tiempo en que la
comunicación no era cuestión de apretar un botón, sino de poner el cuerpo. Era
un esfuerzo estar comunicados.
Ahora,
en cambio, todo es tan fácil y sofisticado: podemos comunicar nuestras palabras
casi en el mismo momento en que se nos cruzan por la cabeza.
Lo
que asombra, lo que llama la atención, es que aún así de hipercomunicados, aún
cuando las palabras van y vienen con inmediatez y eficiencia, el mundo no
parece funcionar entendiéndose mejor, escuchándose, conectándose,
comprendiéndose; vienen y van las palabras, pero no parecen llegar, realmente.
Ahí
siguen los dos amigos, frente a frente, cada uno hablando por su celular, los
dos hipercomunicados, como nosotros, como el mundo entero, fanáticos de los
canales de comunicación, y tal vez sin tener mucho para decirnos.
Clarina Pertine
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