“No
solo hay que serlo, sino también parecerlo”, solían decir nuestros abuelos
cuando querían inculcarnos, sobre todo, valores como el pudor, el decoro y
otros por el estilo.
En
general ellos soltaban esta dura sentencia ante determinados personajes, que
hoy en día calificaríamos como estererotípicos: por ejemplo, alguna mujer que,
a su criterio, si andaba ligera de ropas no podía pretender que nadie la
considerara inteligente; o algún hombre que, si en su trabajo no era severo
casi hasta el maltrato, no debía esperar que sus empleados lo respetaran; y
hasta algún joven, que aunque fuera casi un niño, si no se calzaba un traje y
no se engominaba el pelo para una entrevista de trabajo, difícilmente podía
aspirar a ser contratado.
En
resumen, la idea era que no solamente había que ser inteligente o respetable o
eficiente… sino tener el aspecto correspondiente. Correspondiente, por otra
parte, a un modelo bastante rígido, que no daba demasiada cabida a la
originalidad, la creatividad o el destello particular con que algunas personas
brillan y que no suele llevarse muy bien con los moldes en serie.
Hoy
en día podemos decir que en varias sociedades se ha evolucionado
considerablemente en este sentido, y es así como podemos ver empresarios
exitosísimos en sus negocios que ostentan, además de sus 28 años promedio, un
look descontracturado y amable capaz de incluir el pelo revuelto, tatuajes,
zapatillas fluorescentes y piercings, entre otros detalles de color.
En
esas sociedades -a veces- es también posible que algunos hombres admiren la
sabiduría y la lucidez de algunas bellas mujeres sin que sus curvas o sus
escotes desaten en ellos un prejuicio invalidante.
Pero
hoy me gustaría detenerme especialmente en una especie de epidemia emocional
tremenda que viene invadiendo a las sociedades en general, tanto a las más
desarrolladas como a las menos, y que está carcomiendo la calidad del mundo
laboral cada vez con mayor virulencia.
Se
trata de una suerte de necesidad imperiosa, más parecida a la desesperación que
a un rasgo saludable, de parecer ocupados aunque no lo estemos.
He
visto y padecido las consecuencias de este síndrome sin nombre en infinidad de
situaciones. Por ejemplo: cuando voy a cualquier local de comida rápida, veo
una multitud de jóvenes empleados moviéndose a toda velocidad sin que se
evidencie el propósito de esos espasmos, o al menos sin que ellos puedan
efectivamente lograr lo que sea que se proponen.
Porque
suelen equivocarse con el pedido que les hicimos, o con el tamaño de la bebida
que nos entregaron o con los condimentos que les pusieron o les dejaron de
poner a las hamburguesas, y entonces, al tener que subsanar los errores, tanto
los empleados como nosotros, los clientes, perdemos el tiempo que ellos creían
haber ganado corriendo frenéticamente de un lado al otro del local.
Cambiando
de escenario, tuve alguna vez una jefa sumamente trabajadora que no soportaba
que nadie la viera en situación de descanso. Entonces, cuando yo entraba a su
oficina, ella se ponía de pie de un salto y revolvía papeles en forma casi
histérica, repitiendo: “Estoy a mil, estoy a mil”. Y yo sabía que no estaba a
mil; por lo menos no en ese momento en que el café humeante sobre su escritorio
evidenciaba un instante de distensión que –vaya a saber por qué- ella no estaba
dispuesta a asumir frente a mí ni frente a nadie.
Indudablemente
hay gente que vive muy estresada pero también existen personas –y les confieso
que me resultan un poco más irritantes- que mueren por parecer estresadas.
Suelen tener los celulares implantados en la oreja mientras realizan cualquier
actividad, y renuevan diariamente su lista de muletillas, que incluyen: “No doy
más”; “Así vivimos”; “Me estoy volviendo loca/loco”; “No pegué un ojo anoche” o
“Esto no es vida”.
¿Conocen
gente así, queridos oyentes? Personas de quienes les consta que les encanta parecer hiperactivas, dar esa imagen,
convencernos de algo que en el fondo sabemos que no es lo que parece? Y me atrevo a una pregunta más audaz: ¿alguno de
ustedes se considera o se reconoce como gente así?
Esperamos
sus anécdotas con mucha curiosidad, para reírnos un poco de nosotros mismos y
de nuestra locura diaria; para registrarla y poder subsanarla, de vez en cuando,
con un merecido recreo. Aunque sea breve; tan breve como este programa, en el
cual está permitido frenar, respirar, sonreír y repensar todo lo que se nos
ocurra
Clarina Pertiné
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