domingo, 4 de agosto de 2013

La contracara de los refranes

Últimamente me está pasando que cuando escucho un refrán, inmediatamente siento unas ganas irresistibles de rebatirlo. Yo no sé si estará aflorando en mí un tardío espíritu de rebeldía adolescente, pero si oigo, por ejemplo: “Quien mucho abarca, poco aprieta”, me acomete el impulso de pensar: ¿quién dijo semejante barbaridad? ¿Acaso no conocemos suficiente gente que abarca y aprieta excelentemente bien? ¿Gente que se casa, tiene hijos, estudia, trabaja, cocina, se esfuerza, sonríe, nos ama y todo eso lo hace bien?
Afortunadamente me rodea tanta gente así que me siento absolutamente autorizada, en esta ocasión, a rendirles un homenaje a la gran mayoría de las personas que conozco: mucho abarcan y muchísimo aprietan. ¡Bravo por ellos!
Y siguiendo con esta tónica de contradecir algunos refranes populares: ¿qué me cuentan de “Perro que ladra no muerde”? ¡Por Dios! ¿Acaso quien inventó este dicho no salió nunca lastimado por un perro que le ladró ochocientas veces y después -justamente porque se trataba de un perro coherente- acto seguido lo mordió? ¡Ahí le doy la derecha al perro! Avisó, advirtió y finalmente… ¡procedió! Los seres humanos deberíamos estar más atentos a los ladridos de otros seres humanos para evitar que nos sorprendan después sus mordeduras.
“A quien madruga, Dios lo ayuda”. ¡Horror! En caso de que esto fuera cierto, yo estaría desangelada y olvidada de Dios cada fin de semana, ya que me encanta amanecer tardísimo. Detesto madrugar (aunque madrugo desde que tengo memoria) pero además no quisiera ser injusta con un Dios que me ha acompañado y ayudado toda mi vida, incluso los sábados y los domingos, cuando me levanto tarde. Me cae mucho más simpático “No por mucho madrugar se amanece más temprano”.
“A buen entendedor, pocas palabras”. ¡Terrible trampa que nos tienden los monosilábicos! Pensemos en aquellos jefes que emiten una frase de cuatro palabras y pretenden que sus empleados interpreten al instante el poderoso mundo simbólico que ellos suponen contenido en esas cuatro palabras. ¡Y encima cargan a sus pobres súbditos con el lastre de sentirse pésimos entendedores si efectivamente no pudieron descifrar lo que les dijeron! Realmente, muy pero muy injusto.
Tengo otro refrán para desafiar: “Genio y figura hasta la sepultura”. ¡Un monumento al pesimismo! ¿Qué pasó con eso de que todo el mundo puede y tiene derecho a cambiar en cualquier momento de su vida, más allá de su pasado y sus circunstancias? ¿Es que la persona que inmortalizó esta frase no tenía ni idea sobre las numerosas teorías psicológicas, filosóficas y hasta neurológicas que sostienen justamente que nadie tiene por qué ser genio y figura hasta la sepultura sino que los seres humanos tenemos libertad y capacidad –o al menos un cierto margen de ellas- para modificar positivamente aquello que no nos gusta de nosotros? ¡Yo reivindico y honro hoy aquí una vez más la maravilla de poder cambiar para mejor! Y los invito a no dejarse desalentar por este refrán tan lúgubre.
Por último: “Mal de muchos, consuelo de tontos”. Señores, si esto es así… ¡vivan los tontos! Por lo menos a mí siempre me consoló profundamente saber que hay otras personas que la están pasando igual de mal que yo, cuando la estoy pasando mal. De hecho, cuanto mayor sea el número de esas personas, más dulce es el consuelo.

Queridos oyentes, les ruego que si empatizan conmigo en sus ganas de rebatir y contradecir refranes, me escriban para contármelo, así nos reímos juntos.
Clarina Pertiné

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