Quería
compartir con ustedes una vivencia personal de significado muy profundo e
importante en mi vida, y es la de llevar grabado en el alma un inmenso amor por
los libros.
Cuando
intento encontrar el origen de este vínculo tan especial con ellos, me remonto
primero a mi infancia y, a poco de enfocar la memoria afectiva, me veo de la
mano de mi abuela en el interior de una cálida librería donde la dueña me
recibía con aires de fiesta y me acercaba un banquito muy pequeño en el que yo
me sentaba, absolutamente fascinada, a leer los títulos de los libros que tenía
a mi alcance.
Cuando
esa lectura me obligaba a elevar la mirada -ya que en la librería había
estantes desde el piso hasta el cielorraso- la dueña, con un gesto cómplice y
sus gruesos anteojos montados sobre la nariz, acudía a auxiliarme con una
escalera altísima, a la que subía con la agilidad de un trapecista, mientras yo
contenía el aliento y mi abuela hojeaba las colecciones infantiles con
curiosidad de niña.
Yo
salía de la librería exultante, con mis tres o cuatro ejemplares en una bolsa,
y cuando llegaba a casa los ubicaba en la biblioteca de mi cuarto, echaba un
vistazo al conjunto y elegía el libro que iba a comenzar a leer esa misma
noche, con un placer que en ese entonces pensaba que todo el mundo sentía y
años después descubrí que era más parecido a un privilegio.
Los
libros me acompañaron en cada etapa de mi vida. Fui una adolescente soñadora y
un poco despistada en el mundo real, donde mi imaginación, estimulada por
cientos de historias leídas apasionadamente, encontraba un poco estrechos los
carriles para circular en la cotidianeidad.
He
leído bajo la lluvia; he leído a la luz de las velas; he leído robándole horas
al sueño; en un jardín, bajo las estrellas; en soledad y en compañía; en la
sala de preparto, mientras esperaba que naciera cada uno de mis hijos; les leí
a ellos infinidad de cuentos cuando eran niños; seguí leyendo cuando las
lágrimas me anegaban los ojos y mojaban las hojas hasta arrugarlas; y también
cuando la alegría me hacía estrujar algún libro sobre el pecho, agradecida por
haber sido testigo de tanta pasión, o sabiduría, o belleza, o todo junto, en
realidad.
Es
tal la conciencia que tengo acerca de lo luminosa que me resulta la experiencia
de la lectura, que cada tanto necesito rendirle homenaje, puesto que me ha sido
regalada -por Dios o por los dioses-, y felizmente encontró en mi corazón una
tierra ávida y fértil.
Hace
poco renové mi voto de lealtad hacia los libros escribiendo unas palabras que hoy
comparto con ustedes, y que dicen así:
No hay en el mundo una sensación tan
inefable como la que me invade cuando me encuentro rodeada de libros.
El tiempo queda suspendido al aspirar el
perfume de sus hojas, del cartón de sus tapas, del polvo dorado que despiden al
sacudirlos suavemente, si se trata de libros antiguos, mientras un rayo de sol
o de luna realzan su opulencia o su humildad.
Ese aroma seco, definido, penetrante, me
ocupa por entero y me traslada a lugares solitarios de mi alma donde descanso
en compañía de una frase cualquiera.
Sucede que en ese instante ya no importan
demasiado las palabras –en ocasiones creo haber leído todas las que existen-
sino su fragancia.
Es que ellas, las letras de todos los
tiempos, atrapadas o liberadas en su cuerpo de papel y oliendo como huelen mis
recuerdos más hondos, me confirman que estoy viva más que ninguna voz, más que
ninguna caricia, con la presencia contundente de todo lo íntimo y esencial.
Y
ustedes, queridos oyentes, ¿disfrutan de la lectura y de los libros? ¿Hay algún
libro que haya dejado una huella imborrable en sus vidas? ¿Qué significan para
ustedes los libros?
Clarina Pertiné
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