La
metáfora de la vida como camino seguramente nos resulta familiar. Es probable
que la hayamos leído en infinidad de textos escritos y también que la hayamos
escuchado de boca de nuestros mayores y de otras personas que la utilizan, por
ejemplo, cuando nos quieren dar un consejo y se ponen serias.
Vicentico
dice en una de sus canciones: “Los caminos de la vida no son lo que yo esperaba;
no son lo que yo creía; no son lo que imaginaba…” Y como él, siempre hubo y
seguirá habiendo, por suerte, músicos, poetas, escritores, pensadores y
místicos que nos hablan de los caminos de la vida ampliando con sus voces el
alcance y la riqueza de esa metáfora tan usual.
Los
caminos de la vida… Hoy, pensando en ellos y en cómo tantas veces nos conducen
a lugares del alma que desconocíamos por completo, me puse a rememorar
distintas experiencias de mi vida que me marcaron, alternadamente, con dos
sellos indelebles: el dolor y la alegría.
Tanto
uno como la otra me dejaron enseñanzas que no olvidaré jamás. Y cuando,
incansablemente, vuelvo a preguntarme por el sentido del sufrimiento, después
de andar un rato por los laberintos de mi mente como perro que se muerde la
cola, suelo concluir que tal vez jamás llegaré a entender por qué el dolor forma
parte de la existencia con la misma solidez constitutiva que el placer, pero en
cambio puedo percibir con total claridad cómo cumple un papel clave en la
maduración y el desarrollo de la vida humana.
El sufrimiento
y el dolor pueden concebirse como sinónimos, o pueden diferenciarse uno del
otro según quién los defina. Sin embargo, todos nosotros, antes o después,
sabemos de qué hablamos cuando hablamos del sufrimiento o del dolor.
Gracias
a Dios, también nos es posible reconocer aquellos momentos o aquellas personas
que constituyen descansos en el camino de nuestra vida.
Yo
lo viví hace poco, cuando un fuerte viraje de los vientos de mi vida me apartó
del camino que venía transitando y me depositó en playas desconocidas para mí
hasta entonces.
Al
principio me froté los ojos porque el nuevo paisaje era de una nitidez
abrumadora y yo estaba habituada a la neblina que me había acompañado durante
mucho tiempo, protegiéndome, sin duda, pero impidiéndome ver tanto hacia adelante
como hacia el interior de mi corazón.
Y
poco a poco, detrás de los arbustos, entre espina y espina, desde el mar de mi
desconcierto y las olas de mis dudas, fueron surgiendo y emergiendo estas
criaturas, humanas todas, que me tendieron sus manos, casi sin conocerme, solo
porque sí, porque son así, bondadosas y sensibles; porque contemplaron el
brillo de mis lágrimas sin intentar descifrar su origen y prestaron atención a
mis palabras, cuando las pude pronunciar.
Estas
criaturas –tan gloriosamente humanas- no forman parte de mi pasado y ciertamente
el futuro no les empaña la vista. Tienen distintas edades; sus ideas son de
diferentes colores; sus risas suenan con diversos sonidos. El lenguaje con que me hablan es claro e incluye
palabras de consuelo y de aliento; abrazos fraternales, silencios respetuosos y
presencia oportuna.
Estas
criaturas, estas personas que sin prisa y sin pausa se van poniendo a la par de
mis pasos en este nuevo camino que he emprendido, son valiosos y geniales
descansos que me permiten sacudir el alma para librarla de cáscaras y de
máscaras; para renovar sus fibras y hacer que hoy –o mañana, qué más da-
vuelvan a vibrar.
Y
ustedes, queridos oyentes: ¿tienen a su alrededor personas que son descansos en
el camino de su vida? ¿Quiénes son? ¿Cómo son?
Clarina Pertiné
No hay comentarios:
Publicar un comentario