Hoy
me gustaría reflexionar con ustedes sobre la posición del hombre en diversos
períodos de la historia con relación a la muerte.
Es
parte de la esencia del hombre no sólo su instinto de autoconservación, sino
también su posición ante la muerte. La muerte es un hecho tan esencial y básico
que es parte del fundamento de la noción de hombre. Los griegos, en la
tragedia, intentan expresar la visión trágica del mundo que se manifiesta en la
idea de fugacidad, es decir, en el hecho radical de la muerte. Así, la muerte
surge como soporte ontológico de la tragedia y a la vez la tragedia, como arte,
funciona como una catarsis frente a esa visión trágica. El héroe trágico, es el
que toma clara conciencia de que la muerte es el límite vital de la condición
humana, pero a la vez es el que puede enfrentarse a esta realidad afirmando el
deseo por la vida. Para los griegos, especialmente aquellos que sostenían la
religión olímpica homérica, la muerte implicaba el paso al Hades, lugar de los
muertos, en el que sólo quedaba una sombra del cuerpo (psique). No existía para
ellos, a diferencia de los cristianos, una vida más allá de la muerte, una
salvación trascendente.
En
la Edad Media cristiana aparece el concepto de muerte mística. El héroe
cristiano, si bien comparte algunas de los rasgos del héroe griego, tiene como
principal característica la búsqueda de su salvación. Es en este sentido que
aparece el tema de la muerte mística. Así, la vida presente se vuelve una
especie de muerte, ya que la verdadera vida, la real era la que venía después
de la muerte del cuerpo. Era una operación espiritual mediante la cual el
hombre lo que hacía era adelantar su propia muerte o anticipar la verdadera
vida durante la experiencia mística. Esta muerte mística podía incluso llegar a
tener una dimensión sensorial Podemos observar un ejemplo en los poemas de San
Juan de la Cruz (1).
Vivo
sin vivir en mí
Y
de tal manera espero,
Que
muero porque no muero.
………………………………………………..
Esta
vida que yo vivo
Es
privación de vivir;
Y
así, en continuo morir
Hasta
que viva contigo.
Oye,
mi Dios, lo que digo:
Que
esta vida no la quiero,
Me
muero porque no muero.
El
mito de la vida eterna es un tema siempre presente en las diferentes culturas.
El deseo de inmortalidad se ha desarrollado a través de las religiones, de
ritos fúnebres, en la modernidad de manera secular a través de la idea del
paraíso social o del paraíso proporcionado por el progreso (finales del siglo
XIX) y también a través del arte. A partir del siglo XX va a surgir la utopía
biológica con sus dos vertientes: por una parte, el mito de la eterna juventud,
logrado a partir de la cirugía estética a la que se suman diferentes terapias
alternativas y por otra, la inmortalidad o eternidad que detiene la frontera
radical de la muerte (autotrasplantes, células embrionarias, trasplante de
órganos).
En
la Grecia Antigua tanto como en la Edad Media el hombre encontraba a través de
manifestaciones artísticas y culturales una manera de aproximarse a la
comprensión de la muerte. En la actualidad la utopía biológica crea un mundo
que todo el tiempo intenta ocultar, disfrazar la muerte. En una sociedad donde
lo valorado es producir y consumir, el
que muere, y en consecuencia sale de la cadena producción/consumo, genera poco
o nada de interés a la comunidad.
Hablamos
de una negación de la muerte, ya que se
considera que la muerte se convirtió en un tabú dentro de la sociedad
occidental. Ese espacio antes ocupado por la muerte ahora es ocupado por la
publicidad y la propaganda. Rafael Argullol llama a este efecto el vértigo inmóvil: “La muerte requeriría
de una lentitud y de una pausa, una capacidad de detenerse que produciría
terror”. Es necesario un permanente bombardeo de estímulos para ocupar ese
espacio vacío y así evitar la reflexión. La necesidad de un movimiento continuo
supone o deja en evidencia la imposibilidad de detenerse para así permitirse
pensar.
Acercarse
a la idea de la muerte no significa proponerse pensar en ella, sino dejar
espacios vacíos, hacer lugar para que puedan surgir espontáneamente nuestros
pensamientos.
Natalia Peroni
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