viernes, 24 de mayo de 2013

La ruptura solidaria de los objetos


¿Ustedes creen que los objetos tienen alma? ¿O solo los seres humanos estamos dotados de voluntad, inteligencia y razón? Esta pregunta puede ser respondida con un no rotundo a favor del animismo, con una duda prudente o con la certeza de que no somos los únicos seres animados de este mundo.
“El animismo (del latín anima, alma) es un concepto que engloba diversas creencias en las que tanto objetos (útiles de uso cotidiano o bien aquellos reservados a ocasiones especiales) como cualquier elemento del mundo natural (montañas, ríos, el cielo, la tierra, determinados lugares característicos, rocas, plantas, animales, árboles, etc.) están dotados de alma y son venerados o temidos como dioses” [1]
En literatura, por otra parte, se entiende por animismo un tipo especial de metáfora que consiste en la atribución de vida a seres inanimados. En el lenguaje diario sobreviven algunas muestras de animismo que seguramente en su origen fueron fórmulas poéticas y que luego, por tan usadas, han pasado a formar parte del léxico común, es decir se han lexicalizado, y las empleamos sin advertir su antiguo carácter literario. Es lo que sucede cuando decimos que "las ideas nacen” o que "los ruidos mueren", por ejemplo.
Hasta hace un par de semanas hubiera contestado con un no rotundo sobre la posible existencia del alma en los objetos. Años y años de sostener una creencia que se desplomó cuando se me rompió la heladera, seguida del lavarropas y por último el celular. Todo esto en el lapso de un par de días.
Una querida amiga me lo advirtió la misma noche del primero de estos trágicos sucesos. Preparate y ahorrá, me dijo, porque los objetos se rompen solidariamente.
Esta solidaridad que comparten los electrodomésticos se hizo patente con el terrible deceso del lavarropas, luego de una larga agonía de ruidos y estertores metálicos. La heladera, recuerdo, había muerto silenciosamente. Y de pie, como lo imaginó Alejandro Casona para sus árboles.
Por supuesto recordé el consejo de mi amiga pero la simultaneidad de los hechos no me había permitido ahorrar lo suficiente. Me pregunté mil veces; ¿Qué códigos habrán utilizados semejantes moles blancas para comunicarse sin que me diera cuenta? ¿Se habrán sentido cansadas de funcionar día tras día sin una palabra de aliento, sin el más mínimo reconocimiento de mi parte por su labor? ¿Acaso las habré tratado mal, habré cerrado bruscamente sus puertas en el apuro de las tareas domésticas?
El celular nadando en una bacha de cocina llena de agua jabonosa fue lo que me terminó de convencer de que algo extraño estaba pasando. O al menos, permitirme dudar sobre la presencia del alma en aquellos objetos que nos rodean.
Si ustedes también tienen dudas y me permiten un consejo, comiencen a tratarlos mejor. Ponganles nombres, permítanse una caricia sobre sus frías superficies de aluminio.
Si como yo, creen que el alma es privativa de los seres humanos, por si acaso ahorren. Porque como dice el dicho las brujas no existen pero que las hay, las hay.
Natalia Peroni

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