Cuando yo era chica, en mi camino
hacia el colegio pasaba por una heladería. No cualquier heladería: la mejor de
Buenos Aires. Cada día, a la mañana y a
la tarde, yo sentía un deseo profundo y apremiante de tomar un helado. No
importaba que fuera invierno o verano. Con mayor o menor intensidad, me
imaginaba esa sustancia cremosa sobre un cucurucho crocante y se me hacía agua
la boca.
A veces, si no era tarde, miraba en la vidriera la lista de sabores.
Dudaba si probar alguno nuevo; no los más extraños como moca o pistacho, pero
quizás sí una crema tramontana o un sambayón fueran opciones aceptables. Sin
embargo, siempre desistía: tenía que ser de chocolate y dulce de leche, en ese
orden. Los mismos gustos que elegía las pocas veces que me tocaba disfrutar de
tan enorme placer.
Porque un helado es como la síntesis del placer: efímero, poderoso,
demandante. Se derrite si no lo tomamos rápido, se esfuma si no lo disfrutamos a
tiempo.
¡Qué feliz debe haber sido mi infancia para tener ese como casi único
deseo! Porque aunque ahorrara las monedas del colectivo -que necesitaba para
los días de lluvia o de mucho frío- siempre aparecía algo urgente que hacía que
no me alcanzaran los ahorros para comprar un helado. Además, yo no caminaba
sola, cosa que hubiera simplificado enormemente la tarea. Mi hermana menor, siempre
rezagada por el peso de su mochila, estaba bajo mi responsabilidad durante el
trayecto al colegio.
Y entonces yo pronunciaba internamente una sentencia categórica e
inapelable: “Cuando sea grande, voy a tener mucha plata y voy a comer tantos
helados como quiera. No uno por día, no, sino tres, cuatro, los que quiera.”
Finalmente crecí. En ese momento me parecía que lo hacía muy lentamente
y ahora siento que los años pasaron volando. Y tuve mi primer trabajo, pero el
sueldo apenas me alcanzaba para los gastos mínimos. Decidí entonces que no era
el momento para cumplir mi promesa. Habría que esperar. Además, ya no tenía una
heladería en el trayecto hacia mi trabajo, con lo cual poco a poco me fui
olvidando de la firme decisión que había tomado de chica, camino al colegio.
Pero después conseguí un trabajo mejor porque, aunque no era muy
consciente de la enorme fortuna que significa poder estudiar y terminar una
carrera profesional, pertenezco al 14% de la población argentina que obtuvo un
título universitario. Eso me permitió ganar un poco más de dinero; entonces me
decidí a acometer la satisfacción de ese deseo tan postergado.
Confieso que me costó terminar el primer cucurucho. Insistí, ya que era un día agobiante de verano, así que de regreso a
casa, resolví comer el segundo helado del día. Como era relativamente temprano,
pensé que seguramente a la noche, antes de irme a dormir, podría volver por el
tercero. Y me imaginé así el resto de mi vida, tomando helados a toda hora.
Pero no fue lo mismo, seguro que no. Quiero decir: era el mismo helado
pero no era, ni por asomo, la misma satisfacción que recordaba haber imaginado
en mi infancia, parada en la vidriera, de cara a la lista de sabores. Y
entonces me empecé a preguntar seriamente qué quería de la vida.
Pensé en un auto, en un departamento propio, en la posibilidad de poder
comprarme buena ropa o cambiar el celular. Y tuve miedo de seguir deseando,
porque para satisfacer todos esos nuevos deseos, debería trabajar duro por
muchos años. Y luego de que el primer auto me librara del transporte público,
quizás se me ocurriera cambiarlo por uno mejor; y después por uno más rápido, y
más adelante por uno más grande con tracción a 4 cuatro ruedas, que en una
ciudad como Buenos Aires, dudaba llegar a necesitar alguna vez.
Y quizás el primer departamento, el del crédito a treinta años, pronto
me quedaría chico. O el barrio no sería lo suficientemente lindo, cómodo o
seguro. Y hasta convendría tener una segunda propiedad para los fines de
semana, o algo más lejos para las vacaciones. Y por qué no, una tercera
propiedad para renta. Pero como es muy caro mantener un departamento, una casa
de fin de semana y otra en la costa, la renta debería ser muy alta. Con lo
cual, calculé que tendría que tener al menos tres departamentos para que la
renta fuera suficiente.
Ni hablar de la tecnología, porque no solo iba a querer cambiar el
celular. La computadora ya era vieja. Imagínense: ¡tardaba tres segundos en
abrir un archivo o conectarse a Internet!
El libro electrónico era más liviano que el de papel; la tableta era más
cómoda para viajar; la notebook, para moverse dentro de la casa; el GPS, para
no perderse; el IPod para escuchar música. El café era más práctico en cápsulas,
y así irían desfilando en mi mente y en mis ansias la secretaria virtual, el
plasma, la High Definition, las “android” que no
son robots y muchas, pero muchas otras cosas más.
Y pensé en esto de la acumulación de riquezas. En cuál sería el punto en
el cual la satisfacción que me brindara la adquisición de bienes empezaría a
declinar en pos de la preocupación por seguir acumulando el dinero suficiente
para comprarlas.
Me pregunté si las horas que debería trabajar para amasar esa pequeña
fortuna que me permitiera seguir el ritmo de consumo que me propone la sociedad
moderna, me dejaría tiempo para disfrutar de los bienes que tanto esfuerzo me
había costado adquirir.
En definitiva, si ese helado tan postergado no sería mejor que toda una
heladería entera.
Y ustedes, queridos oyentes, ¿recuerdan algunos deseos apremiantes de su
infancia? ¿Pudieron satisfacerlos? ¿Eran muy diferentes de sus deseos actuales?
Natalia Peroni
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