Cuentan que cierta vez un discípulo
de Sócrates llegó corriendo a su encuentro con los ojos desorbitados, sin
aliento, mientras las palabras le brotaban angustiadas y ansiosas:
-Maestro, escucha lo que aquel
hombre a quien aprecias ha dicho de ti.
Acto seguido tomó una bocanada de aire, pero
Sócrates lo interrumpió.
-Amigo-le respondió con calma-.
Antes de que me digas nada, debo preguntarte si has hecho pasar por el primer
filtro el comentario que quieres hacerme.
-¿El primer filtro?- el discípulo lo
miró desconcertado.
-Así es. ¿Sabes si lo que vas a
contarme es cierto?
El discípulo, dubitativo, le explicó
que no; que lo había oído de un vecino.
-Bien- continuó Sócrates-. Pero al
menos habrás considerado el segundo filtro. ¿Es bueno para mí lo que pretendes contarme?
-En realidad no, maestro. ¡Justamente
es todo lo contrario!
-Pues bien- siguió Sócrates, con
paciencia. –Seguramente habrás tenido en cuenta el tercer filtro. ¿Es útil para mí saber lo que vienes a contarme?
-¿Útil?- titubeó el discípulo. Y
después de pensarlo un instante, le contestó:
-No, maestro. No es útil.
-Entonces, querido amigo- le sonrió
Sócrates- si lo que has venido a decirme no es verdadero, ni bueno, ni útil,
mejor sepultémoslo en el olvido.
No
voy a explayarme sobre la moraleja de esta anécdota, que tiene y transmite la
claridad de un cristal.
Lo
que sí me gustaría, desde este espacio en el que nos encontramos cada día para
repensar algunas cosas, es compartir con ustedes una reflexión acerca de esa
costumbre tan arraigada que tenemos las personas de hablar con ligereza sobre
los demás.
En
algunas ocasiones solemos ser más veloces que cualquier tecnología de punta
para echar a correr un chisme, repetir una habladuría, agregarle nuestro propio
condimento a un prejuicio o condenar a alguien sin habernos siquiera detenido a
pensar en alguno de los tres filtros socráticos.
Es
más: muchas veces arrasamos con otros filtros, propios y ajenos, como el pudor,
la vergüenza, la confidencialidad, el respeto y sobre todo, la compasión.
Compasión
que no es lástima sino una forma sublime de amor: el de quien se sabe
profundamente imperfecto y ancla en esa certeza la noble decisión de callar o
disimular la falla, el yerro de ese otro con quien comparte el amplio espectro
de los defectos humanos.
Algunas
veces somos los que lanzamos la primera piedra. Otras, los que ponemos la
piedra en manos de alguien y lo alentamos a lanzarla. También puede suceder que
nos mantengamos indiferentes entre la multitud de curiosos que ven caer,
destrozado, el buen nombre y honor de quien no está presente para defenderse.
Nuestras
palabras tienen un poder inconmensurable, del que no siempre somos conscientes.
Pueden hundir, lastimar, desprestigiar, deshonrar.
Como
también pueden constituir el mejor bálsamo para todas las heridas del alma
cuando consuelan, bendicen, calman, unen, pacifican.
Los
silencios pueden ser tan compasivos como las palabras cuando no surgen de la
cobardía sino de la valiente decisión de no hacer daño, de no convertirnos en
seres ávidos de mentiras a las cuales disfrazar de colores chillones para crear
nuestro propio circo romano.
Hasta
donde sabemos, somos los únicos seres del Universo capaces de reflexionar. De
tamizar nuestros pensamientos, nuestras palabras y acciones con los filtros de
los que hablaba Sócrates y con varios más.
Muchas
veces se nos estimula justamente a no filtrar, como si vomitar
indiscriminadamente las palabras fuera lo mismo que ser auténticos. Y
ciertamente no lo es.
Por
eso, hoy los invito a recuperar la posesión, si la hubiéramos perdido, de
nuestros silencios y nuestras palabras. A sabernos dueños del poder inmenso que
nos otorgan, y también a recordar que ese poder lleva aparejada una
responsabilidad igualmente grande.
Para
que cuando se nos sirva en bandeja de reluciente oro la posibilidad de sumarnos
a una difamación, tengamos bien a mano nuestra propia bandeja –de humilde
barro- sobre la cual descansen, deslumbrantes, los filtros de la verdad, la
bondad y la utilidad.
Clarina Pertiné
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