Hace
unos días, en pleno festejo del cumpleaños de mi madre, dos de mis cuñadas y yo
conversábamos animadamente sobre asuntos cotidianos, poniéndonos al día primero
en lo trivial y después en lo profundo, como solemos hacer las mujeres cuando
nos encontramos, y surgió el tema del silencio como conquista, que me gustó
mucho para compartir con ustedes.
Decíamos
que tiempo atrás –para cada una ese tiempo es personal y distinto, pero
coincidíamos en que fue hace ya bastante- el silencio era un compañero amigable
y casi obligado en nuestros quehaceres diarios.
Si
por ejemplo teníamos que realizar un trámite cualquiera, y para eso había que
hacer una larga fila, el silencio entre la gente era algo habitual. Las
personas nos ubicábamos lo más prolijamente posible una detrás de la otra y nos
entregábamos a nuestras cavilaciones, que probablemente eran tan variadas como
nuestros mundos y nuestras circunstancias.
Si
alguien de la fila nos hacía un comentario –generalmente sobre lo fastidioso
que resulta hacer cola- nos apresurábamos a darle la razón, forzando un poco
una sonrisa amable para poder volver a nuestro preciado silencio.
Lo
mismo sucedía al viajar en colectivo. Si teníamos la suerte de estar sentadas
del lado de la ventana, íbamos observando casi hipnóticamente el paisaje urbano
a través del vidrio, en medio de un silencio que rogábamos no fuera
interrumpido por la señora o el señor de al lado, generalmente dispuestos a
comentar con tono agobiado el clima del día, fuera lluvioso o soleado.
Y
cómo no mencionar los viajes más largos, en ómnibus de larga distancia, trenes
o aviones, donde sumergirse en ese silencio embriagador que precede al sueño
era un placer privado digno de ser defendido a toda costa de los embates del
inevitable bullicio de alrededor.
Así,
mis cuñadas y yo fuimos desgranando situaciones de nuestra vida en las que el
silencio nos había parecido algo natural y esperable. Por supuesto que algunas
veces podía resultar aburrido, pero
bueno, concluimos que también es lícito aburrirse en silencio.
Esa
conclusión nos hizo reír un rato, pero enseguida volvimos al tema con ánimo
constructivo, ya que las tres somos mujeres profesionales, amas de casa y
madres de varios hijos, pequeños y adolescentes, de manera que estamos casi siempre
rodeadas de ruidos de todo tipo: el del teléfono, el de los ringtones de los
celulares, el timbre de la puerta de casa cuando van llegando los amigos de
nuestros hijos, la música, la radio o la televisión que escuchan a todo volumen,
el griterío que se arma cuando se reúnen y se preparan para salir a bailar, y
fuera del ámbito doméstico, tenemos también, como todo el mundo, los bocinazos
de los automovilistas, los tambores y los silbatos en las manifestaciones
callejeras, los taladros perforando veredas y calles a cualquier hora y tantos
otros, más o menos contaminantes.
Entonces
una de nosotras dijo que hoy en día el silencio es una conquista que vale la
pena intentar. Por supuesto, no estábamos hablando del silencio que oculta o
calla verdades que es necesario decir, ni del silencio que es consecuencia del
miedo a lo que fuera.
Nos
referíamos al silencio como un espacio interior esencial, una especie de bosque
o playa o lago o cielo creado por cada persona de un modo consciente y activo
como un bálsamo para encontrarnos con nuestras inquietudes más hondas.
Un
silencio protector, amigable, cordial, construido con la trama de nuestros
latidos, de cada inspiración de aire, de cada pensamiento aquietado por un rato
y también con el ritmo de las emociones experimentadas desde las entrañas, que
constituyen una maravilla para observar justamente en silencio, sin la intervención
de palabras que podrían limitar su significado y su sentido.
Hablábamos
de un silencio capaz de sostenerse aún en medio del caos cotidiano. Un silencio
que no tiene por qué ser hosco ni despectivo con los demás. Tenemos derecho a
conquistarlo cerrando una puerta suavemente para quedarnos a solas con nuestra
alma; expresando con claridad y firmeza que necesitamos un instante de silencio
o no diciendo nada en absoluto pero estando dispuestos a encarar el camino de
regreso a ese lugar sagrado donde podemos descansar el corazón y el cuerpo de
tanto ruido, externo o interno.
Dicho
esto, mis cuñadas y yo nos quedamos en silencio. Lo experimentamos con la
comodidad que nos brinda el cariño y la confianza que nos tenemos. Después
volvimos a nuestra charla, claro, pero a las tres nos encantó haber
redescubierto que el silencio es una conquista que hay que emprender todos los
días, como el amor y como todo lo que nos hace bien.
Ustedes,
queridos oyentes, ¿cómo experimentan el silencio? ¿Lo tienen incorporado en sus
vidas? ¿Lo disfrutan o lo padecen? ¿Les parece necesario?
Natalia Peroni
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