jueves, 6 de septiembre de 2012

El silencio como conquista


Hace unos días, en pleno festejo del cumpleaños de mi madre, dos de mis cuñadas y yo conversábamos animadamente sobre asuntos cotidianos, poniéndonos al día primero en lo trivial y después en lo profundo, como solemos hacer las mujeres cuando nos encontramos, y surgió el tema del silencio como conquista, que me gustó mucho para compartir con ustedes.
Decíamos que tiempo atrás –para cada una ese tiempo es personal y distinto, pero coincidíamos en que fue hace ya bastante- el silencio era un compañero amigable y casi obligado en nuestros quehaceres diarios.
Si por ejemplo teníamos que realizar un trámite cualquiera, y para eso había que hacer una larga fila, el silencio entre la gente era algo habitual. Las personas nos ubicábamos lo más prolijamente posible una detrás de la otra y nos entregábamos a nuestras cavilaciones, que probablemente eran tan variadas como nuestros mundos y nuestras circunstancias.
Si alguien de la fila nos hacía un comentario –generalmente sobre lo fastidioso que resulta hacer cola- nos apresurábamos a darle la razón, forzando un poco una sonrisa amable para poder volver a nuestro preciado silencio.
Lo mismo sucedía al viajar en colectivo. Si teníamos la suerte de estar sentadas del lado de la ventana, íbamos observando casi hipnóticamente el paisaje urbano a través del vidrio, en medio de un silencio que rogábamos no fuera interrumpido por la señora o el señor de al lado, generalmente dispuestos a comentar con tono agobiado el clima del día, fuera lluvioso o soleado.
Y cómo no mencionar los viajes más largos, en ómnibus de larga distancia, trenes o aviones, donde sumergirse en ese silencio embriagador que precede al sueño era un placer privado digno de ser defendido a toda costa de los embates del inevitable bullicio de alrededor.
Así, mis cuñadas y yo fuimos desgranando situaciones de nuestra vida en las que el silencio nos había parecido algo natural y esperable. Por supuesto que algunas veces podía  resultar aburrido, pero bueno, concluimos que también es lícito aburrirse en silencio.
Esa conclusión nos hizo reír un rato, pero enseguida volvimos al tema con ánimo constructivo, ya que las tres somos mujeres profesionales, amas de casa y madres de varios hijos, pequeños y adolescentes, de manera que estamos casi siempre rodeadas de ruidos de todo tipo: el del teléfono, el de los ringtones de los celulares, el timbre de la puerta de casa cuando van llegando los amigos de nuestros hijos, la música, la radio o la televisión que escuchan a todo volumen, el griterío que se arma cuando se reúnen y se preparan para salir a bailar, y fuera del ámbito doméstico, tenemos también, como todo el mundo, los bocinazos de los automovilistas, los tambores y los silbatos en las manifestaciones callejeras, los taladros perforando veredas y calles a cualquier hora y tantos otros, más o menos contaminantes.
Entonces una de nosotras dijo que hoy en día el silencio es una conquista que vale la pena intentar. Por supuesto, no estábamos hablando del silencio que oculta o calla verdades que es necesario decir, ni del silencio que es consecuencia del miedo a lo que fuera.
Nos referíamos al silencio como un espacio interior esencial, una especie de bosque o playa o lago o cielo creado por cada persona de un modo consciente y activo como un bálsamo para encontrarnos con nuestras inquietudes más hondas.
Un silencio protector, amigable, cordial, construido con la trama de nuestros latidos, de cada inspiración de aire, de cada pensamiento aquietado por un rato y también con el ritmo de las emociones experimentadas desde las entrañas, que constituyen una maravilla para observar justamente en silencio, sin la intervención de palabras que podrían limitar su significado y su sentido.
Hablábamos de un silencio capaz de sostenerse aún en medio del caos cotidiano. Un silencio que no tiene por qué ser hosco ni despectivo con los demás. Tenemos derecho a conquistarlo cerrando una puerta suavemente para quedarnos a solas con nuestra alma; expresando con claridad y firmeza que necesitamos un instante de silencio o no diciendo nada en absoluto pero estando dispuestos a encarar el camino de regreso a ese lugar sagrado donde podemos descansar el corazón y el cuerpo de tanto ruido, externo o interno.
Dicho esto, mis cuñadas y yo nos quedamos en silencio. Lo experimentamos con la comodidad que nos brinda el cariño y la confianza que nos tenemos. Después volvimos a nuestra charla, claro, pero a las tres nos encantó haber redescubierto que el silencio es una conquista que hay que emprender todos los días, como el amor y como todo lo que nos hace bien.
Ustedes, queridos oyentes, ¿cómo experimentan el silencio? ¿Lo tienen incorporado en sus vidas? ¿Lo disfrutan o lo padecen? ¿Les parece necesario?
Natalia Peroni

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