sábado, 22 de septiembre de 2012

La queja


Hoy quiero proponerles, en clave de humor -de buen humor- que reflexionemos acerca de la queja. Y empiezo por decirles que si bien no tengo estadísticas ni encuestas que respalden mi teoría, me animo a afirmar sin el menor resquicio de duda que los argentinos estamos entre las personas más quejosas del mundo.
Les pido a ustedes, queridos oyentes, que si encuentran datos que puedan confirmar o refutar mi hipótesis, me los hagan llegar. Y si tienen quejas al respecto, por esta única vez, las aceptaré gustosa, puesto que estamos quejándonos de la queja.
Arranquemos, entonces: ¿Les resulta familiar la escena en un ascensor cualquiera,  cuando en el preciso momento en que comenzamos a ascender o descender algunos pisos, nuestro compañero de encierro emite un agobiado comentario sobre la inclemencia del clima?
Presten ahora atención a lo siguiente: el comentario será exactamente el mismo y se repetirá infinitamente en cualquier otro escenario, sin importar que el día esté soleado, nublado, lluvioso, frío, caluroso, húmedo, seco, o cualquiera de las mil variantes posibles de la meteorología.
Lo mismo sucede con miles de otras cuestiones de las cuales nos quejamos con perseverante esmero, algunas tan triviales como el clima y otras más profundas pero igualmente desalentadoras y generadoras de pesadumbres de todos los matices.
Enumerarlas implicaría crear una lista interminable que a todos nos aburriría. Elegí el tema del clima porque me parece un símbolo clarísimo de que cuando estamos en sintonía negativa, nada nos viene bien.
Recuerdo que mi abuela, que amaba los días grises y adoraba la lluvia, solía preguntarse –muy sabiamente, por otra parte- por qué la gente decía que estaba “feo” cuando se refería a un día nublado.
“¿Feo para quién?” exclamaba con justa indignación, ya que a ella las nubes y la lluvia la invitaban a quedarse en su casa o a volver lo antes posible para leer un buen libro, escuchar música, ordenar los placares, comer los chocolates que escondía y guardaba para la ocasión, y por supuesto, hacer los llamados telefónicos correspondientes para asegurarse de que cada miembro de nuestra numerosa familia estuviera en camino hacia su hogar o en su defecto, hubiera encontrado donde guarecerse en caso de no haber llevado paraguas.
Para mi abuela un día nublado era un día ideal para las confidencias, para sumergirse en nostalgias agridulces, para rezar, para preguntarle a mi abuelo si llegaría más temprano del trabajo, para escribir en su diario íntimo –que a pesar de ser íntimo compartió conmigo en más de una ocasión-, para recortar de las revistas algunas frases que le habían llegado al corazón.
“¿Feo para quién?” fue una de las tantas preguntas que mi abuela solía lanzar al aire, sin dirigirse a nadie en particular sino más bien expresando en voz alta un pensamiento que quedó grabado a fuego en mi memoria y que pasó de parecerme coherente a resultarme sagrado.
Será por eso que entre el amplio repertorio de mis defectos no está la queja. He sido acusada de optimista patológica y de idealista irremediable, pero nunca de quejosa. Y les juro que me alegro, porque la queja es, en mi opinión, una de las actitudes más insidiosas, agotadoras –para el que se queja y para el que padece la queja del otro- e inútiles que existen.
Les propongo, como lo hizo el comunicador y escritor norteamericano Will Bowen en su campaña “Un mundo sin quejas”, allá por 2006, que nos pongamos una pulsera en una muñeca y nos obliguemos a cambiarla de mano cada vez que nos quejemos, durante 21 días, que es el tiempo que una persona tarda en crear un nuevo hábito. La condición es que si emitimos una queja, tenemos que volver a empezar el conteo de los 21 días. Así nos daremos cuenta de cuántas veces por día nos quejamos.
La consigna incluye cambiar cada queja por un pensamiento o una palabra de gratitud. Siempre hay algo que agradecer.
Este sencillísimo proyecto ya ha ayudado a millones de personas en el mundo a sentirse más alegres, a ser más positivas y a mejorar así su calidad de vida.
También pueden recordar a mi abuela y, cada vez que alguien ponga el acento en que las nubes o las lluvias o los grises de nuestras vidas son “feos”, preguntarse: ¿feos para quién?
Clarina Pertiné

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