viernes, 28 de septiembre de 2012

Los piropos


“¿Qué está pasando en el cielo que los ángeles andan en la tierra?
No sé si ustedes saben que en España, hace muchos años, los jóvenes demostraban su amor a las muchachas regalándoles un piropo, que es, en realidad, un mineral perteneciente al grupo de los granates.
“Piropo” es una palabra que deriva del griego pyros, que significa fuego, y designa un rubí de un color rojo muy intenso debido a la concentración de hierro que posee. Por ello se denomina piropo a la frase galante que un varón dedica a una mujer, aunque, según parece, pronto vamos a tener que decir que es también una costumbre caída en desgracia.
Del lento adiós al piropo empecé a sospechar hace ya algunos años, si no décadas.  La experiencia personal y subjetiva me alertó sobre el peligro de extinción de esta costumbre que yo creía argentina.
Y digo que yo creía argentina porque la investigación que encaré, con método tan riguroso como me fue posible, me hizo saber que es bien español eso de piropear, sobre todo si hablamos del piropo del hombre hacia la mujer.
La lengua española refleja el carácter extravertido de la sociedad, la tendencia a la exageración y el uso exacerbado de los juegos de palabras y la metáfora.
Del lento adiós a los piropos, les decía, empecé a sospechar cuando dejé de escucharlos. Yo creo que en esa despedida hay involucrada, más que una cuestión de género, una cuestión de tiempo, de edades.
Está claro que son en su mayoría las mujeres jóvenes quienes reciben un alto porcentaje de los piropos que se escapan de las obras en construcción, de los encargados de edificios, de los empleados que esperan la entrada de clientes en la puerta de sus negocios, o de los hombres que caminan por la calle.
Con el correr de los años -al menos en mi caso pasó algo así- algunas mujeres empezamos a priorizar la comodidad del taco cuadrado por sobre la tortura del stiletto; preferimos el bienestar de unos pantalones holgados al calvario de los jeans ajustados, y la tranquilidad de poder movernos libremente al cuidado que entraña un escote.
O será que sencillamente –vuelvo a citar mi caso- fui madurando y mis mejores virtudes pasaron a ser aquellas que no se aprecian caminando por la calle.
Pero también puede ser -y acá les voy a hablar del resultado de mi investigación- que ese halago fugaz y público que es el piropo, haya ido perdiendo adeptos a medida que creció la conciencia en materia de igualdad de derechos entre mujeres y hombres.
Porque según los especialistas en cuestiones de género, la práctica del piropo realza  de manera muy evidente los roles tradicionalmente  diferenciados de los dos sexos: hombre activo y mujer pasiva. Se espera, en la mayoría de los casos,  que la mujer no responda ante un piropo. El hombre, por su parte, se arroga el derecho de abordar públicamente a una mujer desconocida.
Por otro lado, el límite entre el halago y la grosería es una línea muy fina que hoy genera debates y ríos de tinta virtual como nunca me hubiera imaginado encontrar en la investigación que emprendí sobre esta costumbre en vías de extinción.
Supe por ejemplo de la existencia de un programa en Chile denominado “El buen constructor”, patrocinado por empresarios y el Ministerio de Vivienda, que busca modificar el lenguaje de los obreros de la construcción. ¿Será que nunca más oiremos algo así como “tanta curva y yo sin frenos” o “gracias suegrita, por mandar esta preciosura”?
Por cierto que esta medida cuenta con algunos adeptos y muchos detractores, entre ellos los constructores, que sin defender la grosería, sienten que constituye una limitación a su libertad de expresión.
“Se ha vuelto una tradición entre los constructores decirle algo bonito a una mujer, porque en verdad lo que nosotros hacemos es reconocer la belleza nacional”, declara Ricardo Gutiérrez, constructor de 58 años con más de 30 en el rubro.
Creo personalmente que desde el lado del hombre -y por favor corríjanme ustedes, los oyentes varones, si estoy equivocada- piropear a una mujer todavía es lo que se espera de ellos, sobre todo si están en grupo. Y desde nuestro lado, el de las mujeres, quizás deberíamos distinguir entre el piropo con intención elogiosa y el comentario con función ofensiva.
Del primero, lamento su adiós; del segundo, celebro su condena.
Nos encantaría saber qué piensan sobre el piropeo. ¿Les gusta recibir piropos o los sienten como una ofensa? ¿Se animan a piropear a un desconocido o a una desconocida?
Natalia Peroni

jueves, 27 de septiembre de 2012

Los besos son la solución


Hoy les propongo que hablemos de un proyecto artístico cuyo lema fue “100 besos”
Ignacio Lehman es un fotógrafo argentino que ama sacarle fotos a la gente. Él cuenta en el diario La Nación:
"La ciudad es increíble, pero definitivamente lo mejor es su gente. Me sorprende ver a cada uno de ellos. La gente es el corazón de la ciudad: es tan diversa y colorida que para mí son el verdadero atractivo de la ciudad. Me fascinaba verlos caminar por las calles, trabajando, corriendo, en bicicleta, en el subte o en los colectivos. Entonces se me ocurrió la idea de empezar a mostrar y documentar a las personas. Así nació New York People" .
Así se llama el trabajo que comenzó el 12 de julio de 2012. El artista cuenta que tenía ganas de transmitir un mensaje positivo y de amor y en sus textuales palabras dice: "Como creo que los besos son un buen símbolo de esto, empecé a buscar besos en las calles. Fui a todos lados buscando ese objetivo sin parar.”
Recorrió la ciudad de un lado para otro retratando gente dándose besos. Su objetivo era llegar a 100. Como lo tomó como un desafío decidió agregarle una cuota de suspenso y humor. Cual si fuera un transbordador espacial que está a punto de despegar, numeró al primer beso que retrató con el número 100 y de allí para abajo fue la cuenta regresiva:99,98,97 y así hasta llegar al beso número 1 final.
Cuenta que la gente se entusiasmo mucho con el proyecto y entonces armó una página de facebook donde iba publicando las fotos de los besos y con el título “Los besos son la solución.”
 ¡Hay todo tipo de besos! Besos románticos, besos de padres a hijos, besos apasionados, besos de compromiso, besos heterosexuales y homosexuales, besos en trío y en grupo. Nada de prejuicios a la hora de retratarlos, todo estaba permitido. ¡Besos de personas a perros, señores! Y yo que le insisto a mi perra Pimienta que los besos se dan, persona con persona y perro con perro. Ella con su cariño fogoso y desmedido por supuesto no me hace caso y parece que Ignacio Lehman tampoco me lo hace.
El artista nos cuenta que no fue una tarea sencilla esto de buscar besos por todos lados. Fueron muchas horas de muchos días recorriendo la ciudad de Nueva York persiguiendo gente y retratando besos. Y dice que se divirtió mucho con este proyecto y que lo llevó a hablar con más de cien personas por día de todas partes del mundo.
Terminó su proyecto en una fecha triste para el mundo, el 11 de septiembre y dice que como esa era una fecha tan especial para la ciudad de Nueva York y para el mundo también le “pareció un hermoso homenaje convertir a a Nueva York en la Ciudad del Amor.”
Y finaliza diciendo, “Creo que el mejor camino es hacerlo a través de los propios protagonistas de la ciudad: la gente de Nueva York. No sé si cien besos pueden lograrlo, pero al menos podemos intentarlo".
Amigos, quieren que les cuente, ¡me dieron ganas de besar! El optimismo romántico se apoderó de mi así que tengan cuidado si me encuentran por la calle porque de ahora en adelante para mí como dice Ignacio Lehman “los besos son la solución.”
Y ¿para ustedes? ¿También? ¿Los besos pueden cambiar al mundo?
Vicky Detry 

martes, 25 de septiembre de 2012

Tabúes


Hoy quiero compartir con ustedes algunas reflexiones de Julian Baggini en un libro de juegos filosóficos que se llama “¿Pienso luego existo?”
El autor piensa que “Resulta extraordinariamente difícil saber qué pensamos “en realidad”. El propósito del libro es ofrecer al lector formas entretenidas de pensar en qué y cómo pensamos… Tras su lectura, bien puede ocurrir que el lector se descubra pensando que lo que piensa que piensa ya no es lo que pensaba que pensaba. Y, al igual que esta última oración, esto puede resultar desconcertante, algo confuso, pero a fin de cuentas bastante divertido”, dice Baggini.
Hay un capítulo sobre los tabúes que apunta a examinar nuestra opinión sobre algunas conductas que en la mayor parte de las sociedades se consideran tan aborrecibles que participar de ellas supone arriesgarnos a la difamación, el ostracismo e incluso la muerte. 
Se plantea si rechazamos aquellas acciones prohibidas por el Tabú por buenas razones que podemos expresar con claridad o simplemente consideramos inaceptables cierta clase de conductas por motivos cuyas razones están profundamente arraigadas, al punto de hacernos rechazar estas conductas casi instintivamente.
La palabra tabú designa un prohibición social basada en supersticiones, prejuicios irracionales, por temor a un daño inmediato provocado por fuerzas sobrenaturales, que han existido y aún existen prácticamente en todas las culturas desde épocas muy primitivas.
Dice Baggini “El tabú del incesto, por ejemplo, está presente en todas las culturas humanas y, en el mundo occidental, el incesto es ilegal casi por doquier. Tal vez pienses que hay buenos motivos para la existencia de este tabú. Por ejemplo,  que los niños nacidos como fruto de relaciones incestuosas tienen más probabilidades de sufrir problemas genéticos que otros niños”.
Pero no siempre disponemos de razones tan claras para calificar como malas algunas de nuestras acciones morales. Según el autor, “hay una clase de actividades en las que es mucho más difícil ofrecer argumentos en respaldo de un juicio sobre el mal moral. Se trata de la clase de actividades que son inocuas, privadas y consensuales, pero violan sólidas normas sociales.
La pregunta clave es: ¿puede ser moralmente mala una acción si es enteramente privada y nadie, ni siquiera la persona que realiza o participa en el acto, se ve perjudicada por él en absoluto?. Según el autor, muchas personas responderían que no a esta pregunta pero ellas mismas juzgarían con frecuencia que algunas de las acciones del Tabú son malas, aún cuando no causen daño a nadie. Y esto es una contradicción difícil de superar.
A muchos de aquellos que responden de una manera francamente emocional ante algunos de los ejemplos de conductas del Tabú, suele resultarles muy difícil ofrecer una explicación racional o justificar lo que sienten. El autor sostiene que podrían estar motivados por el “factor asco”, esto es,  la presencia de instintos viscerales que les dotan de rotundas convicciones morales, que se afanan por racionalizar “a posteriori”.
Baggini considera que es peligroso arraigar los juicios morales solamente en la emoción. Este “factor asco” por ejemplo, “puede llevarnos a condenar acciones, e incluso personas, que no tenemos buenos motivos para condenar. Y da el ejemplo de los intocables en el sistema indio de castas que, aún cuando la discriminación en la India de hoy está prohibida, en la práctica a muchos no se les permite tocar personas de castas superiores, o beber agua de los mismos pozos o  permanecer en lugares cercanos.
Y dice que es peligroso arraigar los juicios morales solamente en la emoción porque la extinción total de la emoción en los razonamientos morales también puede tener un efecto negativo. Según el autor, “cuesta imaginar que las atrocidades del Holocausto hubieran llegado a producirse si sus perpetradores hubieran sido más capaces de imaginarse a sí mismos en la posición emocional de sus víctimas”.
Cuestionar el fundamento racional de los tabúes no significa desterrarlos y hacer campaña a favor de una sociedad donde el incesto y la profanación de tumbas sea la norma. Según el autor  “La clave está en abrir nuestra mente y dar cabida a lo repulsivo, porque, si no lo hacemos, nuestros prejuicios interferirán en la búsqueda de justificaciones adecuadas”.
Hubo un filósofo que dijo que la filosofía deja el mundo como está. Fue Wittgenstein, y quizá lo que nos sugiere en este punto es que el principal objetivo de examinar a fondo nuestras ideas y valores, aún aquellos que visceralmente rechazamos, no es cambiarlos, sino comprenderlos.
Natalia Peroni

sábado, 22 de septiembre de 2012

La queja


Hoy quiero proponerles, en clave de humor -de buen humor- que reflexionemos acerca de la queja. Y empiezo por decirles que si bien no tengo estadísticas ni encuestas que respalden mi teoría, me animo a afirmar sin el menor resquicio de duda que los argentinos estamos entre las personas más quejosas del mundo.
Les pido a ustedes, queridos oyentes, que si encuentran datos que puedan confirmar o refutar mi hipótesis, me los hagan llegar. Y si tienen quejas al respecto, por esta única vez, las aceptaré gustosa, puesto que estamos quejándonos de la queja.
Arranquemos, entonces: ¿Les resulta familiar la escena en un ascensor cualquiera,  cuando en el preciso momento en que comenzamos a ascender o descender algunos pisos, nuestro compañero de encierro emite un agobiado comentario sobre la inclemencia del clima?
Presten ahora atención a lo siguiente: el comentario será exactamente el mismo y se repetirá infinitamente en cualquier otro escenario, sin importar que el día esté soleado, nublado, lluvioso, frío, caluroso, húmedo, seco, o cualquiera de las mil variantes posibles de la meteorología.
Lo mismo sucede con miles de otras cuestiones de las cuales nos quejamos con perseverante esmero, algunas tan triviales como el clima y otras más profundas pero igualmente desalentadoras y generadoras de pesadumbres de todos los matices.
Enumerarlas implicaría crear una lista interminable que a todos nos aburriría. Elegí el tema del clima porque me parece un símbolo clarísimo de que cuando estamos en sintonía negativa, nada nos viene bien.
Recuerdo que mi abuela, que amaba los días grises y adoraba la lluvia, solía preguntarse –muy sabiamente, por otra parte- por qué la gente decía que estaba “feo” cuando se refería a un día nublado.
“¿Feo para quién?” exclamaba con justa indignación, ya que a ella las nubes y la lluvia la invitaban a quedarse en su casa o a volver lo antes posible para leer un buen libro, escuchar música, ordenar los placares, comer los chocolates que escondía y guardaba para la ocasión, y por supuesto, hacer los llamados telefónicos correspondientes para asegurarse de que cada miembro de nuestra numerosa familia estuviera en camino hacia su hogar o en su defecto, hubiera encontrado donde guarecerse en caso de no haber llevado paraguas.
Para mi abuela un día nublado era un día ideal para las confidencias, para sumergirse en nostalgias agridulces, para rezar, para preguntarle a mi abuelo si llegaría más temprano del trabajo, para escribir en su diario íntimo –que a pesar de ser íntimo compartió conmigo en más de una ocasión-, para recortar de las revistas algunas frases que le habían llegado al corazón.
“¿Feo para quién?” fue una de las tantas preguntas que mi abuela solía lanzar al aire, sin dirigirse a nadie en particular sino más bien expresando en voz alta un pensamiento que quedó grabado a fuego en mi memoria y que pasó de parecerme coherente a resultarme sagrado.
Será por eso que entre el amplio repertorio de mis defectos no está la queja. He sido acusada de optimista patológica y de idealista irremediable, pero nunca de quejosa. Y les juro que me alegro, porque la queja es, en mi opinión, una de las actitudes más insidiosas, agotadoras –para el que se queja y para el que padece la queja del otro- e inútiles que existen.
Les propongo, como lo hizo el comunicador y escritor norteamericano Will Bowen en su campaña “Un mundo sin quejas”, allá por 2006, que nos pongamos una pulsera en una muñeca y nos obliguemos a cambiarla de mano cada vez que nos quejemos, durante 21 días, que es el tiempo que una persona tarda en crear un nuevo hábito. La condición es que si emitimos una queja, tenemos que volver a empezar el conteo de los 21 días. Así nos daremos cuenta de cuántas veces por día nos quejamos.
La consigna incluye cambiar cada queja por un pensamiento o una palabra de gratitud. Siempre hay algo que agradecer.
Este sencillísimo proyecto ya ha ayudado a millones de personas en el mundo a sentirse más alegres, a ser más positivas y a mejorar así su calidad de vida.
También pueden recordar a mi abuela y, cada vez que alguien ponga el acento en que las nubes o las lluvias o los grises de nuestras vidas son “feos”, preguntarse: ¿feos para quién?
Clarina Pertiné

jueves, 20 de septiembre de 2012

Cinco cosas peligrosas que usted debe dejar que sus hijos hagan


Hoy les quiero proponer cinco cosas peligrosas que ustedes deberían dejar que sus hijos hagan.
¿Es una broma? En parte sí, en parte no. Pero para develar esta incógnita  es necesario que les presente a Gever Tulley, fundador de lo que en inglés se conoce como “The Tinkering School” cuya traducción es “La Escuela del Cacharreo”.
Él comienza su exposición en las Conferencias Ted, diciendo lo siguiente: “Cinco cosas peligrosas que usted debería dejar que sus hijos hagan. No tengo hijos. Se los pido prestados a mis amigos, así que tomen estos consejos con cautela.”
Por supuesto que se ríe al decirlo. Pero creó un programa de verano que busca ayudar a los niños a aprender a construir las cosas en las que piensan. Dice que quien mande a sus hijos a este programa, deberá estar preparado para que vuelvan con algunos moretones y raspaduras.
Gever Tulley sostiene que vivimos en un mundo en el que las regulaciones para la seguridad infantil son cada vez más severas. Se ponen advertencias de asfixia en cada bolsa que se fabrica, leyendas en las tazas de café de plástico avisando que están calientes y pareciera que cualquier elemento más afilado que una pelota de golf es demasiado peligroso para un niño menor de diez años.
Y se pregunta hasta dónde va a llegar esta tendencia. ¿Hasta redondear cada esquina de cada mueble que se venda y eliminar cada objeto filoso? Si es así, entonces está clarísimo que en el momento en que un niño entre en contacto con algo afilado, se va a lastimar.
Pero, además, mientras ocupamos nuestro tiempo en aislar a nuestros niños y dejarlos sin posibilidad de interactuar con el mundo que los rodea, ellos de todos modos van a averiguar cómo hacer las cosas de la manera más peligrosa que puedan.
Entonces, Gever Tulley dice que a pesar del título con el que comienza su conferencia, su programa trata sobre la seguridad y sobre cómo podemos los adultos, de manera sencilla, hacer que nuestros niños crezcan y se desarrollen como personas creativas, seguras de sí mismas y en control del entorno que los rodea.
Como muestras de un libro de su autoría que se llama “Cincuenta cosas peligrosas”, acá van cinco de ellas.
1.   Jugar con fuego: Jugando con fuego los chicos aprenden acerca de los combustibles, la combustión y los gases de escape, que son los tres elementos que uno debe conocer para mantener un fuego bajo control.

2.   Tener una navaja propia: Hay culturas como la Inuit, donde los adultos les dan cuchillos a los niños desde que comienzan a caminar, para que puedan cortar la grasa de las ballenas. Se establecen reglas muy simples: siempre cortar lejos del propio cuerpo, mantener la cuchilla afilada y nunca forzarla. El autor afirma: “Sí, se van a cortar, pero se sanarán.”

3.   Tirar una lanza: Resulta que nuestros cerebros están preparados para lanzar cosas. Como sabemos, aquello que no se usa, se atrofia. Pero cuando se ejercita, cualquier músculo añade fuerza a todo el sistema, de modo que se ha demostrado que lanzar objetos estimula los lóbulos frontal y parietal, que tienen que ver con la agudeza visual, la comprensión en tres dimensiones y la solución estructural de problemas.

4.   Deconstruir los aparatos: La próxima vez que estén por tirar un aparato, dénselo a su hijo para que lo desarme. Ese proceso les sirve para comprender lo complejas que son las cosas, y cómo sin embargo uno las puede entender.

5.   Conducir un auto con su hijo: En un terreno baldío donde no haya nadie, permítanle experimentar la sensación de conducir y de ser el que tiene el control.
 Hasta aquí la explicación de Gever Tulley. ¿Qué opinan ustedes, amigos? ¿Permitirían a sus hijos participar de este programa? ¿Consideran beneficioso dejar que los niños exploren el mundo de esta manera?
Vicky Detry

martes, 18 de septiembre de 2012

Los tres filtros


Cuentan que cierta vez un discípulo de Sócrates llegó corriendo a su encuentro con los ojos desorbitados, sin aliento, mientras las palabras le brotaban angustiadas y ansiosas:
-Maestro, escucha lo que aquel hombre a quien aprecias ha dicho de ti.
 Acto seguido tomó una bocanada de aire, pero Sócrates lo interrumpió.
-Amigo-le respondió con calma-. Antes de que me digas nada, debo preguntarte si has hecho pasar por el primer filtro el comentario que quieres hacerme.
-¿El primer filtro?- el discípulo lo miró desconcertado.
-Así es. ¿Sabes si lo que vas a contarme es cierto?
El discípulo, dubitativo, le explicó que no; que lo había oído de un vecino.
-Bien- continuó Sócrates-. Pero al menos habrás considerado el segundo filtro. ¿Es bueno para mí lo que pretendes contarme?
-En realidad no, maestro. ¡Justamente es todo lo contrario!
-Pues bien- siguió Sócrates, con paciencia. –Seguramente habrás tenido en cuenta el tercer filtro. ¿Es útil para mí saber lo que vienes a contarme?
-¿Útil?- titubeó el discípulo. Y después de pensarlo un instante, le contestó:
-No, maestro. No es útil.
-Entonces, querido amigo- le sonrió Sócrates- si lo que has venido a decirme no es verdadero, ni bueno, ni útil, mejor sepultémoslo en el olvido.
No voy a explayarme sobre la moraleja de esta anécdota, que tiene y transmite la claridad de un cristal.
Lo que sí me gustaría, desde este espacio en el que nos encontramos cada día para repensar algunas cosas, es compartir con ustedes una reflexión acerca de esa costumbre tan arraigada que tenemos las personas de hablar con ligereza sobre los demás.
En algunas ocasiones solemos ser más veloces que cualquier tecnología de punta para echar a correr un chisme, repetir una habladuría, agregarle nuestro propio condimento a un prejuicio o condenar a alguien sin habernos siquiera detenido a pensar en alguno de los tres filtros socráticos.
Es más: muchas veces arrasamos con otros filtros, propios y ajenos, como el pudor, la vergüenza, la confidencialidad, el respeto y sobre todo, la compasión.
Compasión que no es lástima sino una forma sublime de amor: el de quien se sabe profundamente imperfecto y ancla en esa certeza la noble decisión de callar o disimular la falla, el yerro de ese otro con quien comparte el amplio espectro de los defectos humanos.
Algunas veces somos los que lanzamos la primera piedra. Otras, los que ponemos la piedra en manos de alguien y lo alentamos a lanzarla. También puede suceder que nos mantengamos indiferentes entre la multitud de curiosos que ven caer, destrozado, el buen nombre y honor de quien no está presente para defenderse.
Nuestras palabras tienen un poder inconmensurable, del que no siempre somos conscientes. Pueden hundir, lastimar, desprestigiar, deshonrar.
Como también pueden constituir el mejor bálsamo para todas las heridas del alma cuando consuelan, bendicen, calman, unen, pacifican.
Los silencios pueden ser tan compasivos como las palabras cuando no surgen de la cobardía sino de la valiente decisión de no hacer daño, de no convertirnos en seres ávidos de mentiras a las cuales disfrazar de colores chillones para crear nuestro propio circo romano.
Hasta donde sabemos, somos los únicos seres del Universo capaces de reflexionar. De tamizar nuestros pensamientos, nuestras palabras y acciones con los filtros de los que hablaba Sócrates y con varios más.
Muchas veces se nos estimula justamente a no filtrar, como si vomitar indiscriminadamente las palabras fuera lo mismo que ser auténticos. Y ciertamente no lo es.
Por eso, hoy los invito a recuperar la posesión, si la hubiéramos perdido, de nuestros silencios y nuestras palabras. A sabernos dueños del poder inmenso que nos otorgan, y también a recordar que ese poder lleva aparejada una responsabilidad igualmente grande.
Para que cuando se nos sirva en bandeja de reluciente oro la posibilidad de sumarnos a una difamación, tengamos bien a mano nuestra propia bandeja –de humilde barro- sobre la cual descansen, deslumbrantes, los filtros de la verdad, la bondad y la utilidad.
Clarina Pertiné

jueves, 13 de septiembre de 2012

La sexalescencia


Hoy quiero leerles algo que un amigo me envió por mail y que a su vez le fue remitido por otra persona que a su vez lo recibió de otra y ahí se perdió el rastro de este relato. Lo cual es una lástima, porque me hubiera gustado saber quién es su autor, no solo para citarlo sino para felicitarlo, ya que en este espacio celebramos la mirada positiva sobre una edad que, a veces, tiene mala prensa.
El autor de los siguientes párrafos llama “sexalescencia” a la etapa de la vida que comienza a los 60 años y dice que es una generación que ha echado fuera del idioma la palabra "sexagenario", porque sencillamente no tiene entre sus planes actuales la posibilidad de envejecer.
Se trata de una verdadera novedad demográfica, parecida a la aparición, en su momento, de la "adolescencia", que también fue una franja social nueva que surgió a mediados del siglo XX para dar identidad a una masa de niños desbordados, en cuerpos creciditos, que no sabían hasta entonces dónde meterse ni cómo vestirse.
Este nuevo grupo humano que hoy ronda los sesenta o setenta, dice nuestro anónimo autor, ha llevado una vida razonablemente satisfactoria. Se trata de hombres y mujeres independientes, que trabajan desde hace mucho tiempo y han logrado cambiar el significado tétrico que tanta literatura latinoamericana le dio durante décadas al concepto del trabajo.
Lejos de las tristes oficinas de Onetti o Roberto Arlt, esta gente buscó y encontró hace mucho la actividad que más le gustaba y se ganó la vida con eso.
Debe ser por esta razón que se sienten plenos; algunos, de hecho, ni sueñan con jubilarse. Los que ya se han jubilado disfrutan con plenitud de cada uno de sus días sin temores al ocio o a la soledad. Crecen desde adentro en uno y en la otra. Disfrutan el ocio porque después de años de trabajo, crianza de hijos, carencias, desvelos y sucesos fortuitos, bien vale mirar el mar con la mente vacía o ver volar una paloma desde el quinto piso del departamento.
Dentro de ese universo de personas saludables, curiosas y activas, la mujer tiene un papel rutilante.
Ella trae décadas de experiencia de hacer su voluntad y de ocupar lugares en la sociedad que sus madres ni habrían soñado con ocupar.
Esta mujer “sexalescente” sobrevivió a la borrachera de poder que le dio el feminismo de los años 60. En aquellos momentos de su juventud en que los cambios eran tantos, pudo detenerse a reflexionar sobre qué quería en realidad.
Algunas  mujeres se fueron a vivir solas, otras estudiaron carreras que siempre habían sido exclusivamente masculinas, otras eligieron tener hijos, otras eligieron no tenerlos, fueron periodistas, atletas o crearon su propio "YO, S.A.". Pero cada una hizo su voluntad. Reconozcamos que no fue un asunto fácil y todavía lo van diseñando cotidianamente.
Pero algunas cosas ya pueden darse por sabidas, por ejemplo, que no son personas detenidas en el tiempo; la gente de sesenta o setenta años, tanto hombres como mujeres, maneja la computadora como si lo hubiera hecho toda la vida. Se escriben y se ven vía Skype con los hijos que están lejos y hasta se olvidan del teléfono para contactar a sus amigos y les escriben un mail con sus ideas y vivencias.
Por lo general, están satisfechos de su estado civil y si no lo están, no se conforman y procuran cambiarlo. Raramente se deshacen en un llanto sentimental. A diferencia de los jóvenes, los “sexalescentes” conocen y ponderan todos los riesgos. Nadie se pone a llorar cuando pierde: sólo reflexiona, a lo sumo toma nota… y a otra cosa.
La gente mayor comparte la devoción por la juventud y sus formas superlativas, casi insolentes de belleza, pero no se siente en retirada. Compiten de otra forma, cultivan su propio estilo…
Saben de la importancia de una mirada cómplice, de una frase inteligente o de una sonrisa iluminada por la experiencia.
Hoy la gente de 60 o 70 está estrenando una edad que todavía no tiene nombre.
Antes, los de esa edad eran viejos y hoy ya no lo son: hoy están plenos física e intelectualmente. Recuerdan la juventud, pero sin nostalgias, porque la juventud también está llena de caídas y nostalgias y ellos lo saben. La gente de 60 y 70 años celebra el sol cada mañana y sonríe para sí misma muy a menudo… Quizás por alguna razón secreta que sólo saben y sabrán los del siglo XXI.
Nosotras, las conductoras de este espacio, no somos todavía sexalescentes pero esperamos sin miedo y hasta con una sonrisa pícara esta etapa de la vida. ¿Y ustedes? ¿La están transcurriendo? ¿De qué manera viven esa experiencia? ¿Pueden sentirse plenos?
Natalia Peroni

Niños emprendedores, niños héroes


Hoy les propongo que compartamos una historia conmovedora acerca de un niño que se convirtió en un héroe de la vida real para muchos otros chicos. Su nombre es Ryan Hreljac.
Corría el año 1998 y este niño, que tenía 8 años, estaba en la escuela  cuando su maestra comenzó a explicarles a él y a sus compañeros que había gente en el mundo que estaba enferma y algunos casi por morir porque no tenían agua potable.
Les contó que esas personas tenían que caminar durante horas para conseguir agua y que, una vez que la encontraban, se daban cuenta de que era agua sucia. Entonces Ryan salió de su clase y contó cuántos pasos tenía que caminar él hasta el bebedero: eran 10. Sólo 10 pasos lo separaban de la posibilidad de vivir o morir.
Hasta ese momento Ryan creía que todo el mundo vivía igual que él. Pero cuando en ese simple acto descubrió que no era así, se dijo a sí mismo: “Tengo que hacer algo.”
Entonces llegó a su casa y le rogó a su madre que lo ayudara. Él había entendido que donando 70 dólares se podía construir un pozo de agua potable y que con esos dólares él resolvería el problema del agua en el mundo.  
Sus padres le propusieron que él los ayudara con algunas tareas y así se podría ganar los 70 dólares. Ryan aceptó el desafío y comenzó.
Trabajó durante 4 meses y ganó el dinero. Pero, para su desilusión, cuando fue a donarlo se enteró de que para construir un pozo de agua potable hacían falta 2.000 dólares. También descubrió que el problema era más complejo de lo que él creía.
Ryan fue a las oficinas de “Watercan”, que es una organización que se ocupa de que la gente tenga acceso a agua limpia, y allí la directora le dijo que si él conseguía 700 dólares, la Fundación se ocuparía de conseguir el dinero restante. En ese instante, Ryan comprendió que los sueños pueden compartirse. 
Me detengo acá un minuto para recordarles que estamos hablando de un chico de 8 años y que su cruzada no era para comprarse una “Play Station” o para conseguir ir a un parque de diversiones, sino que estaba encarada pensando en salvar la vida de otros niños. El camino por recorrer era arduo, pero Ryan no se amilanó.
Este niño puso manos a la obra y comenzó a dar discursos en clubes, escuelas y en cualquier lugar donde hubiera alguien que quisiera escucharlo.
Les hablaba del problema del agua en África, para recaudar fondos para su primer pozo de agua. Fue así como su proyecto se transformó en una Fundación.
Una vez que logró reunir el dinero, le pidieron que eligiera el lugar donde construir el pozo y él decidió que fuera en una escuela en Uganda, para que ningún chico de esa zona tuviera que caminar más de 10 pasos para tomar agua.
Ryan está actualmente cursando el tercer año en una universidad en Canadá. Continúa involucrado con la Fundación y da charlas alrededor del mundo acerca del problema del agua en el planeta. En esos discursos también habla sobre la importancia de “marcar una diferencia”, más allá de quién sea uno o qué edad tenga.  
Nada lo detuvo. Siguió siempre adelante y de esta manera logró cambiarles el destino a aquellos chicos africanos y a miles más en el mundo, porque al día de la fecha su Fundación ha construido 724 pozos y 916 baños en el mundo.
Ni Superman, ni Batman, ni un Transformer, queridos oyentes. Ryan Hrelijac fue un niño emprendedor y se convirtió en un héroe verdadero, de carne y hueso, y eso es lo que hoy queremos celebrar en “De buenas a primeras”.
¿Ustedes qué opinan de esta historia? ¿Conocen a gente como Ryan? ¿Qué piensan de la clase de héroes que les mostramos a nuestros hijos? ¿Alguno de ellos podría, como Ryan, marcar una diferencia tan radical?  
Vicky Detry

martes, 11 de septiembre de 2012

Vergüenza ajena


Ustedes ya saben que en “De buenas a primeras” nos proponemos construir cada día una mirada positiva sobre la vida, sobre lo que pensamos, sentimos, hacemos, decimos y actuamos.
Para eso a veces compartimos con ustedes citas de diversos autores, otras hacemos entrevistas a gente con la que creemos que vale la pena conversar y también, en ocasiones, les contamos experiencias personales que de alguna manera nos representan o nos definen.
Este es el caso hoy. Me gustaría hacerles una confesión personal no exenta de humor, porque el humor es un ingrediente esencial en mi vida: les confieso que sufro de una profunda vergüenza ajena.
Quizás a ustedes no les parezca nada grave, porque en mayor o menor medida, a todos nos pasa que frente a determinadas situaciones quisiéramos tener la fórmula de la invisibilidad para desaparecer inmediatamente, o la pala mágica que cavara el pozo donde nos sería imperioso escondernos, o el túnel del tiempo a través del cual podríamos viajar al pasado inmediato y borrar el bochorno presente de un plumazo.
En mi caso, la vergüenza ajena que padezco me hace reír a carcajadas de mí misma esporádicamente, pero la mayoría de las veces me produce una sensación de inquietud nerviosa casi rayana en la histeria, que en general logro disimular exitosamente, pero que aún así me mueve a considerar la posibilidad de consultar a un “vergüenzólogo”.
Mi vergüenza ajena funciona más o menos de este modo: si estoy en un restorán y escucho que en la mesa de al lado una pareja se está peleando y empieza a subir el volumen de la discusión, me quedo tildada observando la escena mientras comienzo a percibir que sube mi temperatura corporal, se me revuelve el estómago, siento ganas de ir a pedirles que vayan a gritarse a otro lado, y como si esto fuera poco, tiendo a tomar partido internamente por alguno de los miembros de la pareja.
Eso dura unos segundos, nomás. Después tengo que salir de allí con urgencia. Entonces me voy al baño y me quedo ahí hasta que me obligo a volver y me repito que tengo que dejar de involucrarme con los papelones de los demás. Pero igual sufro.
También me pasa cuando veo un programa de televisión en donde todos se pelean con todos a los alaridos y se enrostran unos a otros las barbaridades más insólitas. En ese escenario se revelan escandalosos secretos de alcoba, se intercambian acusaciones mutuas entre las que recuerdo, por ejemplo, la falta de higiene íntima de alguna vedette, los pelos no depilados de las piernas de otra; también un personaje calificando a otro de traidor, malnacido, malparido y otros males; y sobre todo se me congela la sangre frente al desfile de mujeres casi niñas exhibiendo siluetas formidables aunque siliconadas, y relatando sus supuestas hazañas sexuales con tal o cual famoso, sin lograr hilvanar una frase que no empiece, continúe y finalice con el dúo: “eso: nada”.
Este drama en general intento solucionarlo con el zapping, pero siempre llego tarde. Cuando voy a cambiar de canal, ya escuché o vi demasiado. Ya estoy de nuevo en estado de vergüenza ajena irremontable. Vuelvo a huir adonde me sea posible, pero sigo viendo todo rojo. Porque no sé si ustedes saben que el color de la vergüenza ajena es rojo: en las mejillas, en las palmas de las manos y hasta en el velo que recubre la mirada de quien la padece. Todo es rojo.
Ni qué hablar de los políticos cuando vociferan y gesticulan frente a multitudes que los interrumpen con aplausos apenas iniciada la primera frase. En esos casos, que ya son cotidianos para los argentinos, me pregunto con un resto de inocencia si los agobiantes oradores sabrán que el micrófono funciona perfectamente, al igual que los parlantes. “¿Por qué gritan, por Dios?” es la pregunta que me sube por la garganta y que a veces hago en voz alta, incluso altísima, para desahogar mi vergüenza ajena.
He llegado a jurarme que votaré al primer candidato que no grite frente a un micrófono en un discurso. Les aseguro que a esta altura me parece un criterio tan válido como cualquier otro.
Las fotos de algunos de nuestros gobernantes riéndose a mandíbula batiente, con la risa relajada de quien se sabe impune, cuando hay tanta gente que sufre sus desatinos, trasciende la categoría de vergüenza ajena. Ahí ya me siento agraviada como ciudadana, y entonces no hay humor que valga, porque hay situaciones que no admiten ni la más mínima humorada.
Pero volviendo a las que sí podrían dar cabida al humor, aunque se trate de este humor incómodo e ingrato que me genera la vergüenza ajena, yo les pido que me escriban y me cuenten si a ustedes les sucede algo aunque sea parecido, aunque sea con otros ejemplos y otros casos, o si definitivamente soy yo la que está loca y tiene que iniciar un tratamiento urgente. Aunque pensarme loca también me daría un poco de vergüenza, esta vez, calculo, vergüenza propia y no ajena.
Clarina Pertiné

domingo, 9 de septiembre de 2012

El juego de la paz mundial


Hoy les propongo que hablemos sobre la paz mundial. ¡Hmm! Parezco una postulante a un concurso de belleza pero les juro que no es el caso. ¡Ja!
En esta oportunidad me voy a referir a un talentoso y varias veces galardonado maestro, oriundo de la ciudad de Virginia, en Estados Unidos, cuyo nombre es John Hunter. Él inventó un juego para niños llamado “El juego de la paz mundial.”
Ustedes seguramente se preguntarán ¿qué tiene de novedoso? ¿De dónde le surgió esta idea? ¿Para qué? Bueno, aquí viene lo interesante. Este hombre ha dedicado su vida a ayudar a los niños a descubrir todo su potencial.
Cuando cursaba en la universidad, viajó y estudió Religiones Comparadas y Filosofía en Japón, India y China. Y fue específicamente en la India, cuna del gran Mahatma Ghandi, donde se sintió movido a adentrarse más profundamente en el pensamiento referido a la no violencia, que cultivó  este inolvidable hacedor de la paz. Allí comenzó a pensar de qué forma podía contribuir, a través de su profesión, a lograr la paz mundial.
Sabiendo que ignorar la violencia no haría que desapareciera, ¿cómo podría enseñar acerca de la paz en un mundo donde la violencia ocurre a diario? En primer lugar, aceptó esta realidad y partió de ella. Decidió buscar maneras de incorporar la armonía en diferentes situaciones.
Y lo más interesante fue que optó por que esta exploración tuviera lugar en forma de juego, algo que los estudiantes disfrutan mucho. Durante este juego serían desafiados, y al mismo tiempo podrían utilizar habilidades de colaboración y de comunicación.
En 1978, en el colegio  Richmond Community High School, el maestro John Hunter realizó la primera sesión de su “Juego de la paz mundial.” Como él mismo lo explica, “este juego se trata de aprender a vivir y a trabajar de manera confortable en lo desconocido.” Su premisa es que los niños son capaces de mucho más de lo que usualmente les pedimos que hagan.
En el juego de mesa que inventó y que se ha vuelto enormemente popular,  los participantes tienen que intentar resolver conflictos políticos, sociales, de medio ambiente y económicos, pero para eso deben decidir por sí mismos de qué manera lo harán: si mediante la negociación, la amenaza, el uso de la fuerza o el consentimiento.
Y dado que el mundo real es muy complejo, en este juego se desafía a los participantes con estados de situación complicados y ambiguos, para que los niños aprendan a pensar creativamente en situaciones poco claras donde hay muchos matices y numerosos dilemas.
El maestro John Hunter lo presenta de manera humorística. Cuando comienza su clase del “Juego de la paz mundial”, les dice a sus alumnos: “Bienvenidos a la clase del “Juego de la paz mundial”. Lo lamento, pero hoy se van a tener que divertir.”
Finalmente, después del éxito descomunal que ha tenido el juego en la enseñanza, en el año 2010 se creó una Fundación que lleva el nombre del juego. Para explicar su misión, dice lo siguiente:
“La fundación busca instaurar el concepto de paz, no como un sueño utópico sino como una meta alcanzable y por la cual luchar, y para estimular la creación de herramientas que ayuden a este esfuerzo. Sostiene como concepto el desarrollo de habilidades para la colaboración y la comunicación para resolver y transformar conflictos. Y, además, el  desarrollo de habilidades tendientes a acordar posiciones mientras se van acomodando las diferentes perspectivas e intereses.”
¿Ustedes qué opinan, amigos? ¿Creen que es posible que nuestros niños aprendan a construir la paz? ¿Están dispuestos a hacer algo para acompañarlos en este proceso? ¿Se sienten capaces de hacerlo en forma creativa?
Vicky Detry

jueves, 6 de septiembre de 2012

El silencio como conquista


Hace unos días, en pleno festejo del cumpleaños de mi madre, dos de mis cuñadas y yo conversábamos animadamente sobre asuntos cotidianos, poniéndonos al día primero en lo trivial y después en lo profundo, como solemos hacer las mujeres cuando nos encontramos, y surgió el tema del silencio como conquista, que me gustó mucho para compartir con ustedes.
Decíamos que tiempo atrás –para cada una ese tiempo es personal y distinto, pero coincidíamos en que fue hace ya bastante- el silencio era un compañero amigable y casi obligado en nuestros quehaceres diarios.
Si por ejemplo teníamos que realizar un trámite cualquiera, y para eso había que hacer una larga fila, el silencio entre la gente era algo habitual. Las personas nos ubicábamos lo más prolijamente posible una detrás de la otra y nos entregábamos a nuestras cavilaciones, que probablemente eran tan variadas como nuestros mundos y nuestras circunstancias.
Si alguien de la fila nos hacía un comentario –generalmente sobre lo fastidioso que resulta hacer cola- nos apresurábamos a darle la razón, forzando un poco una sonrisa amable para poder volver a nuestro preciado silencio.
Lo mismo sucedía al viajar en colectivo. Si teníamos la suerte de estar sentadas del lado de la ventana, íbamos observando casi hipnóticamente el paisaje urbano a través del vidrio, en medio de un silencio que rogábamos no fuera interrumpido por la señora o el señor de al lado, generalmente dispuestos a comentar con tono agobiado el clima del día, fuera lluvioso o soleado.
Y cómo no mencionar los viajes más largos, en ómnibus de larga distancia, trenes o aviones, donde sumergirse en ese silencio embriagador que precede al sueño era un placer privado digno de ser defendido a toda costa de los embates del inevitable bullicio de alrededor.
Así, mis cuñadas y yo fuimos desgranando situaciones de nuestra vida en las que el silencio nos había parecido algo natural y esperable. Por supuesto que algunas veces podía  resultar aburrido, pero bueno, concluimos que también es lícito aburrirse en silencio.
Esa conclusión nos hizo reír un rato, pero enseguida volvimos al tema con ánimo constructivo, ya que las tres somos mujeres profesionales, amas de casa y madres de varios hijos, pequeños y adolescentes, de manera que estamos casi siempre rodeadas de ruidos de todo tipo: el del teléfono, el de los ringtones de los celulares, el timbre de la puerta de casa cuando van llegando los amigos de nuestros hijos, la música, la radio o la televisión que escuchan a todo volumen, el griterío que se arma cuando se reúnen y se preparan para salir a bailar, y fuera del ámbito doméstico, tenemos también, como todo el mundo, los bocinazos de los automovilistas, los tambores y los silbatos en las manifestaciones callejeras, los taladros perforando veredas y calles a cualquier hora y tantos otros, más o menos contaminantes.
Entonces una de nosotras dijo que hoy en día el silencio es una conquista que vale la pena intentar. Por supuesto, no estábamos hablando del silencio que oculta o calla verdades que es necesario decir, ni del silencio que es consecuencia del miedo a lo que fuera.
Nos referíamos al silencio como un espacio interior esencial, una especie de bosque o playa o lago o cielo creado por cada persona de un modo consciente y activo como un bálsamo para encontrarnos con nuestras inquietudes más hondas.
Un silencio protector, amigable, cordial, construido con la trama de nuestros latidos, de cada inspiración de aire, de cada pensamiento aquietado por un rato y también con el ritmo de las emociones experimentadas desde las entrañas, que constituyen una maravilla para observar justamente en silencio, sin la intervención de palabras que podrían limitar su significado y su sentido.
Hablábamos de un silencio capaz de sostenerse aún en medio del caos cotidiano. Un silencio que no tiene por qué ser hosco ni despectivo con los demás. Tenemos derecho a conquistarlo cerrando una puerta suavemente para quedarnos a solas con nuestra alma; expresando con claridad y firmeza que necesitamos un instante de silencio o no diciendo nada en absoluto pero estando dispuestos a encarar el camino de regreso a ese lugar sagrado donde podemos descansar el corazón y el cuerpo de tanto ruido, externo o interno.
Dicho esto, mis cuñadas y yo nos quedamos en silencio. Lo experimentamos con la comodidad que nos brinda el cariño y la confianza que nos tenemos. Después volvimos a nuestra charla, claro, pero a las tres nos encantó haber redescubierto que el silencio es una conquista que hay que emprender todos los días, como el amor y como todo lo que nos hace bien.
Ustedes, queridos oyentes, ¿cómo experimentan el silencio? ¿Lo tienen incorporado en sus vidas? ¿Lo disfrutan o lo padecen? ¿Les parece necesario?
Natalia Peroni

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Inventar la actualidad


Hoy les propongo que juguemos unos minutos. A ustedes, donde sea que estén, en el auto, en la oficina, en la cola del banco. No, no necesitan papel ni lápiz: es un juego que podemos hacer juntos, solo con el pensamiento.
Se trata de una propuesta de Roger-Pol Droit en su libro “101 experiencias de filosofía cotidiana”. Que dice algo así:
Usted se encuentra lejos de todo. A veces ocurre. Ni siquiera una radio cerca, un teléfono o un celular. Ni diarios ni televisión. Usted está totalmente desconectado. Sin embargo, quiere su dosis de noticias. Según los especialistas, la dependencia de la actualidad adopta formas más o menos agudas.
Algunos deben consumir su dosis de noticieros varias veces por día. Otros toleran apenas un poco de actualidad a la mañana y otro poco a la tarde. Los títulos pueden tomarse en comprimidos, diluidos en un espectáculo, o directamente en la pantalla. Usted puede conectarse por fax, por mail o por Internet.
Pero esta vez usted está totalmente en abstinencia. Ninguna máquina a mano, ni una sola casa en el horizonte. Habrá que arreglárselas de todos modos. Usted va a inventar los títulos. No es tan difícil. Ya verá.
En política interior, por ejemplo, puede elegir entre la renuncia de un ministro, un nuevo paquetes de medidas (según su humor puede ser un paquete de medidas impositivas, sobre política cambiaria u otro), un escándalo, una reconciliación o un viaje oficial.
En política internacional, una guerra, un golpe de Estado, una reunión de expertos (otra vez, según su humor, puede referirse a cuestiones monetarias, de medio ambiente o de pesca), hasta un atentado terrorista, un ciclón en las costas del Caribe, un incendio, una inundación.
No deje pasar alguna que otra noticia científica, un paso más hacia la clonación humana, el descubrimiento de un suceso de tráfico de órganos, un nuevo material para el almacenamiento de datos.
Agréguele ahora un poco de cultura: los estrenos en cine y teatro de la semana, una nueva exposición fotográfica, la presentación de un libro. Si le divierte, continúe con algunas noticias del espectáculo; el divorcio de una actriz, el casamiento de una modelo con un futbolista, un cantante detenido por exceso de velocidad.
Toque final: algunos policiales, un asesinato en el conurbano, un robo en alguna estación, un accidente en la autopista. Eso es todo. Tiene más o menos lo que necesita. Pero si usted es de los que consume novedades a lo loco, nada le impide seguir fabricando, a las apuradas, un breve párrafo sobre el pronóstico del tiempo, algunas cotizaciones de la Bolsa y hasta los resultados de la Lotería.
Y si aún sigue teniendo ansias de novedades, pruebe con la muerte de una personalidad política de primer nivel o de un premio Nobel de Literatura o algún cineasta famoso. Eso le llenará páginas y páginas de la retrospectiva de su vida, juicios elogiosos de colegas y compañeros del recién fallecido y una breve –o no tan breve- reseña de su biografía.
El objetivo de esta experiencia, dice Droit, no es llenar una laguna sino hacerle sentir, hacernos sentir, hasta qué punto la oleada de noticias no deja de repetirse, una y otra vez, idéntica a sí misma. Sin progresos, sin novedades. La extrema facilidad con que es posible fabricar una pseudo-actualidad confirma que lo menos novedoso son precisamente las novedades.
Indefinidamente, sólo hablan de las miserias interminables de los hombres. Los hechos que se convierten en novedades, los que pelean su lugar de privilegio en las tapas de los diarios o en los avances del noticiero son, las más de las veces, el espejo donde podemos mirarnos en nuestro peor perfil.
Por eso, desde acá, desde este espacio que llamamos “De buenas a primeras”, nos tomamos estos minutos para que las buenas noticias pasen a primera plana. Y para que aquellas palabras y aquellos hechos que no son tan novedosos pero sí enriquecedores, nos permitan reflexionar juntos sobre muchos y variados aspectos de nuestra vida.
Natalia Peroni 

martes, 4 de septiembre de 2012

Qué harías si no tuvieras miedo


Hoy les propongo que hablemos del miedo al cambio. 
Veamos qué dice al respecto el escritor Spencer Johnson en su maravilloso libro “¿Quién se ha llevado mi queso?”
El autor nos relata un cuento para ilustrar este tema. Dice así:
En un país lejano, vivían cuatro personajes. Todos corrían por un laberinto en busca del queso con el que se alimentaban y que los hacía felices. Dos de ellos eran ratones; los otros dos eran unas personitas, no humanas pero con aspecto y modo de actuar muy parecidos a los de los humanos actuales. Sus nombres eran Kif y Kof. Los ratones, aunque sólo poseían cerebro de roedores, tenían muy buen instinto y buscaban el queso seco y curado que tanto gustaba.
Kif y Kof, las personitas, utilizaban un cerebro repleto de creencias para buscar un tipo muy distinto de Queso -con mayúscula -, que ellos creían que los haría ser felices y triunfar.

Cada mañana, los cuatro buscaban queso por el laberinto. Un día encontraron lo que buscaban en una central quesera: el preciado Queso. A partir de entonces, iban todos los días a la central a disfrutar del queso.

Al cabo de un tiempo, las personitas siguieron yendo pero muy relajadas, porque al fin y al cabo ya sabían dónde había queso y cómo llegar hasta él.

No tenían ni idea de dónde provenía el queso pero suponían que estaría siempre en su lugar. “Aquí tenemos queso para toda la vida”, dijo uno de ellos. “Nos merecemos este queso”, dijo el otro.

Con el correr de los días la confianza se transformó en arrogancia y no advirtieron lo que estaba ocurriendo: se estaban quedando sin queso. Hasta que una mañana, descubrieron que no había más. Los dos ratones, que ya habían notado que el queso iba disminuyendo, instintivamente supieron qué hacer: salir a buscar otro. Era simple; la situación había cambiado, por lo tanto los ratones decidieron cambiar. Y se fueron a buscar un nuevo queso.

Las personitas, en cambio, no habían prestado atención a los pequeños cambios y habían dado por sentado que su queso seguiría allí eternamente.

Imagínense los gritos que comenzaron a dar cuando vieron que no había más queso. ¡Estaban indignados!  “¡Esto no es justo!”, vociferaban. “¡Queremos el queso que nos merecemos!”, continuaban.  

Para las personitas, encontrar queso era dar con la manera de obtener lo que creían que necesitaban para ser felices. Cada una tenía, según fueran sus gustos, su propia idea de lo que significaba el queso.

Para algunas, encontrar queso era poseer cosas materiales. Para otras, disfrutar de buena salud o alcanzar la paz interior.

Y mientras los ratones ya hacía rato que habían salido en busca de un queso nuevo, las dos personitas se quedaron un largo tiempo vacilando y penando por el queso que ya no tenían, y tratando de encontrar queso allí donde ya hacía mucho tiempo que no había. Finalmente, una de las personitas pudo un día pudo empezar a reírse de sí misma.

"Mírate, Kof, mírate” -se decía-. “Cada día hago las mismas cosas, una y
otra vez, y me pregunto por qué la situación no mejora. Si esto no fuera tan ridículo, sería incluso divertido."

Y se preguntó algo muy simple:

"¿Qué harías si no tuvieses miedo?"

“Pensó en ello. Cuando te impide hacer algo, el miedo no es bueno. Entonces, respiró hondo y se adentró en el laberinto, avanzando con paso veloz hacia lo desconocido, a buscar un nuevo queso.” ¡Y lo encontró! Con otro sabor, de otra textura, diferente, pero queso al fin.

Kof advirtió entonces que lo que nos da miedo nunca es tan malo como imaginamos. El miedo que dejamos crecer en nuestra mente es peor que la situación real. Lo que creemos que va a pasar siempre es malo si escuchamos al miedo. Y cuanto más tiempo dejamos que el miedo nos paralice, más grande es la fantasía del horror que vamos a vivir si nos movemos, si cambiamos.

Kof se rió de sí mismo y llegó a la conclusión de que reírse de la situación y de lo mal que estaba actuando había sido el primer paso para el cambio. Advirtió que la manera más rápida de transformar una situación “es reírse de la propia estupidez”, según el propio autor, que continúa diciendo:  “después de hacerlo, uno ya es libre y puede seguir avanzando.”

Kof, el protagonista de este cuento, nos enseña que el inhibidor más grande de los cambios está dentro de uno mismo y que las cosas no mejoran para uno mientras uno no cambia.

Y que al quedarse sin el queso viejo, en otro lugar siempre hay un queso nuevo, aunque en el momento de la pérdida uno no lo crea posible. Hay una recompensa de queso nuevo en algún lugar del laberinto tan pronto uno deja atrás los miedos y disfruta con la aventura de la búsqueda.

Y ustedes amigos ¿qué tienen para contarnos respecto de esto? ¿Suelen dar por sentado su queso? ¿Se han quedado sin él? ¿Sienten que ya es hora de buscar un queso nuevo?
Vicky Detry

domingo, 2 de septiembre de 2012

La verdadera riqueza


Cuando yo era chica,  en mi camino hacia el colegio pasaba por una heladería. No cualquier heladería: la mejor de Buenos Aires.  Cada día, a la mañana y a la tarde, yo sentía un deseo profundo y apremiante de tomar un helado. No importaba que fuera invierno o verano. Con mayor o menor intensidad, me imaginaba esa sustancia cremosa sobre un cucurucho crocante y se me hacía agua la boca.

A veces, si no era tarde, miraba en la vidriera la lista de sabores. Dudaba si probar alguno nuevo; no los más extraños como moca o pistacho, pero quizás sí una crema tramontana o un sambayón fueran opciones aceptables. Sin embargo, siempre desistía: tenía que ser de chocolate y dulce de leche, en ese orden. Los mismos gustos que elegía las pocas veces que me tocaba disfrutar de tan enorme placer.

Porque un helado es como la síntesis del placer: efímero, poderoso, demandante. Se derrite si no lo tomamos rápido, se esfuma si no lo disfrutamos a tiempo.

¡Qué feliz debe haber sido mi infancia para tener ese como casi único deseo! Porque aunque ahorrara las monedas del colectivo -que necesitaba para los días de lluvia o de mucho frío- siempre aparecía algo urgente que hacía que no me alcanzaran los ahorros para comprar un helado. Además, yo no caminaba sola, cosa que hubiera simplificado enormemente la tarea. Mi hermana menor, siempre rezagada por el peso de su mochila, estaba bajo mi responsabilidad durante el trayecto al colegio.

Y entonces yo pronunciaba internamente una sentencia categórica e inapelable: “Cuando sea grande, voy a tener mucha plata y voy a comer tantos helados como quiera. No uno por día, no, sino tres, cuatro, los que quiera.”

Finalmente crecí. En ese momento me parecía que lo hacía muy lentamente y ahora siento que los años pasaron volando. Y tuve mi primer trabajo, pero el sueldo apenas me alcanzaba para los gastos mínimos. Decidí entonces que no era el momento para cumplir mi promesa. Habría que esperar. Además, ya no tenía una heladería en el trayecto hacia mi trabajo, con lo cual poco a poco me fui olvidando de la firme decisión que había tomado de chica, camino al colegio.

Pero después conseguí un trabajo mejor porque, aunque no era muy consciente de la enorme fortuna que significa poder estudiar y terminar una carrera profesional, pertenezco al 14% de la población argentina que obtuvo un título universitario. Eso me permitió ganar un poco más de dinero; entonces me decidí a acometer la satisfacción de ese deseo tan postergado.

Confieso que me costó terminar el primer cucurucho. Insistí,  ya que era un día  agobiante de verano, así que de regreso a casa, resolví comer el segundo helado del día. Como era relativamente temprano, pensé que seguramente a la noche, antes de irme a dormir, podría volver por el tercero. Y me imaginé así el resto de mi vida, tomando helados a toda hora.

Pero no fue lo mismo, seguro que no. Quiero decir: era el mismo helado pero no era, ni por asomo, la misma satisfacción que recordaba haber imaginado en mi infancia, parada en la vidriera, de cara a la lista de sabores. Y entonces me empecé a preguntar seriamente qué quería de la vida.

Pensé en un auto, en un departamento propio, en la posibilidad de poder comprarme buena ropa o cambiar el celular. Y tuve miedo de seguir deseando, porque para satisfacer todos esos nuevos deseos, debería trabajar duro por muchos años. Y luego de que el primer auto me librara del transporte público, quizás se me ocurriera cambiarlo por uno mejor; y después por uno más rápido, y más adelante por uno más grande con tracción a 4 cuatro ruedas, que en una ciudad como Buenos Aires, dudaba llegar a necesitar alguna vez.

Y quizás el primer departamento, el del crédito a treinta años, pronto me quedaría chico. O el barrio no sería lo suficientemente lindo, cómodo o seguro. Y hasta convendría tener una segunda propiedad para los fines de semana, o algo más lejos para las vacaciones. Y por qué no, una tercera propiedad para renta. Pero como es muy caro mantener un departamento, una casa de fin de semana y otra en la costa, la renta debería ser muy alta. Con lo cual, calculé que tendría que tener al menos tres departamentos para que la renta fuera suficiente.

Ni hablar de la tecnología, porque no solo iba a querer cambiar el celular. La computadora ya era vieja. Imagínense: ¡tardaba tres segundos en abrir un archivo o conectarse a Internet!

El libro electrónico era más liviano que el de papel; la tableta era más cómoda para viajar; la notebook, para moverse dentro de la casa; el GPS, para no perderse; el IPod para escuchar música. El café era más práctico en cápsulas, y así irían desfilando en mi mente y en mis ansias la secretaria virtual, el plasma, la High Definition, las “android” que no son robots y muchas, pero muchas otras cosas más.

Y pensé en esto de la acumulación de riquezas. En cuál sería el punto en el cual la satisfacción que me brindara la adquisición de bienes empezaría a declinar en pos de la preocupación por seguir acumulando el dinero suficiente para comprarlas.

Me pregunté si las horas que debería trabajar para amasar esa pequeña fortuna que me permitiera seguir el ritmo de consumo que me propone la sociedad moderna, me dejaría tiempo para disfrutar de los bienes que tanto esfuerzo me había costado adquirir.

En definitiva, si ese helado tan postergado no sería mejor que toda una heladería entera.

Y ustedes, queridos oyentes, ¿recuerdan algunos deseos apremiantes de su infancia? ¿Pudieron satisfacerlos? ¿Eran muy diferentes de sus deseos actuales?
Natalia Peroni