Se viene el
verano. Se nota en los atardeceres demorados, los jardines con flores y nuestros
pies que asoman luego de meses de haber estado confinados en botas y zapatos
cerrados.
Ye se
adivina el calor furioso de los meses más fuertes en los mediodías soleados que
llenan las plazas y las mesas al aire libre de los miles de café de Buenos
Aires.
Se viene el
verano y se nota en algunas mejillas arrebatadas y en las ventanillas de los
autos que viajan abiertas. Se nota en Palermo, en Parque Rivadavia, en la
costanera y por supuesto, en la matrícula de los gimnasios.
¿Sabían que
existen estadísticas (para todas las cosas de la vida existen estadísticas) que
demuestran que el 67 % de los nuevos socios que entran a un gimnasio lo
abandonan dentro de los primeros 30 días? Los que seguramente lo saben son los
dueños de esos gimnasios modernos que te asocian pagando un año por anticipado.
Los mismos que me convencieron a mí, que pertenezco a la muestra de personas
que estadísticamente no sobrevirán más que unas cuantas semanas a esa tortura
que se llama fitness.
El
protagonista indiscutido del gimnasio en el cual me inscribí, es un salón de
dimensiones considerables, con una pared de vidrio de casi 20 metros, de cara a
una avenida. Tiene 4 filas de aparatos ultramodernos que miran hacia la calle.
Te miden el tiempo, la velocidad, las pulsaciones, las calorías consumidas. Te
queda para vos la esperanza de lograr un cuerpo perfecto, digno aunque sea, en
apenas 2 meses.
Algunos,
como yo, caminan en la cinta, otros corren, otros pedalean y varios escalan. Y
de repente me imagine una caja vidriada con 40 ó 50 hamsters haciendo girar las
ruedas de una vuelta al mundo en miniatura. Para el deleite malsano de los que
pasan raudos cómodamente instalados en sus autos o los caminantes apurados que
miran de reojo.
¿Por qué
estoy acá, pensé? ¿Si tengo una bicicleta que sin ninguna cuota anual me
permitiría desplazarme por la ciudad ahorrando energía para el planeta y gastos
de transporte para mi bolsillo? Podría también caminar al borde del río, pensé,
o correr en algún parque, con el viento en la cara y pasto bajo mis zapatillas.
Y entonces
me acordé de un juego que tienen mis sobrinos. Consta de una pequeña consola
que se conecta al televisor y dos controles inalámbricos que se sujetan a las
muñecas como pulseras. Y elegís el deporte que querés jugar. Football, tenis,
golf y otros. Podes jugar solo o con un contrario. Competis, transpiras, perdés
o ganás. Pero de mentira.
Y si
alguien espía o se asoma de espaldas a la pantalla del televisor, como me pasó
a mi el día que conocí este juego, créanme que se puede llevar un susto bárbaro
viendo a adolescentes y adultos presos de movimientos espásticos mirando un
punto fijo y gritando desaforados goles virtuales y boogies informáticos.
El día que
aluciné que era un hámster encerrado en una inmensa caja de vidrio y rodeado de
otros hámsters haciendo piruetas ridículas como las mías, me acordé de otro
ejemplo de deportes simulados. Se llama canal de nado y es una pileta chica, de
no más de 3 metros de largo. En una punta tiene un motor que provoca olas y uno
puede nadar metros y metros, horas y horas, sin moverse del lugar.
Y seguí
caminando en la cinta. Con los auriculares puestos, las pulsaciones sostenidas
en 120, a una velocidad de 10 km por hora, pero sin desplazarme un solo
centímetro. Como el cuento de la liebre y la tortuga de Borges, otra paradoja
que si me acompañan otro día, podemos analizar juntos.
Mientras
tanto, desempolvemos las viseras, saquemos del cajón los pantalones cortos y
salgamos a correr o a caminar. De verdad o de mentira. Porque se viene el
verano. Y ya se nota.
Natalia Peroni
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