viernes, 2 de noviembre de 2012

Verano


Se viene el verano. Se nota en los atardeceres demorados, los jardines con flores y nuestros pies que asoman luego de meses de haber estado confinados en botas y zapatos cerrados.
Ye se adivina el calor furioso de los meses más fuertes en los mediodías soleados que llenan las plazas y las mesas al aire libre de los miles de café de Buenos Aires.
Se viene el verano y se nota en algunas mejillas arrebatadas y en las ventanillas de los autos que viajan abiertas. Se nota en Palermo, en Parque Rivadavia, en la costanera y por supuesto, en la matrícula de los gimnasios.
¿Sabían que existen estadísticas (para todas las cosas de la vida existen estadísticas) que demuestran que el 67 % de los nuevos socios que entran a un gimnasio lo abandonan dentro de los primeros 30 días? Los que seguramente lo saben son los dueños de esos gimnasios modernos que te asocian pagando un año por anticipado. Los mismos que me convencieron a mí, que pertenezco a la muestra de personas que estadísticamente no sobrevirán más que unas cuantas semanas a esa tortura que se llama fitness.
El protagonista indiscutido del gimnasio en el cual me inscribí, es un salón de dimensiones considerables, con una pared de vidrio de casi 20 metros, de cara a una avenida. Tiene 4 filas de aparatos ultramodernos que miran hacia la calle. Te miden el tiempo, la velocidad, las pulsaciones, las calorías consumidas. Te queda para vos la esperanza de lograr un cuerpo perfecto, digno aunque sea, en apenas 2 meses.
Algunos, como yo, caminan en la cinta, otros corren, otros pedalean y varios escalan. Y de repente me imagine una caja vidriada con 40 ó 50 hamsters haciendo girar las ruedas de una vuelta al mundo en miniatura. Para el deleite malsano de los que pasan raudos cómodamente instalados en sus autos o los caminantes apurados que miran de reojo.
¿Por qué estoy acá, pensé? ¿Si tengo una bicicleta que sin ninguna cuota anual me permitiría desplazarme por la ciudad ahorrando energía para el planeta y gastos de transporte para mi bolsillo? Podría también caminar al borde del río, pensé, o correr en algún parque, con el viento en la cara y pasto bajo mis zapatillas.
Y entonces me acordé de un juego que tienen mis sobrinos. Consta de una pequeña consola que se conecta al televisor y dos controles inalámbricos que se sujetan a las muñecas como pulseras. Y elegís el deporte que querés jugar. Football, tenis, golf y otros. Podes jugar solo o con un contrario. Competis, transpiras, perdés o ganás. Pero de mentira.
Y si alguien espía o se asoma de espaldas a la pantalla del televisor, como me pasó a mi el día que conocí este juego, créanme que se puede llevar un susto bárbaro viendo a adolescentes y adultos presos de movimientos espásticos mirando un punto fijo y gritando desaforados goles virtuales y boogies informáticos.
El día que aluciné que era un hámster encerrado en una inmensa caja de vidrio y rodeado de otros hámsters haciendo piruetas ridículas como las mías, me acordé de otro ejemplo de deportes simulados. Se llama canal de nado y es una pileta chica, de no más de 3 metros de largo. En una punta tiene un motor que provoca olas y uno puede nadar metros y metros, horas y horas, sin moverse del lugar.
Y seguí caminando en la cinta. Con los auriculares puestos, las pulsaciones sostenidas en 120, a una velocidad de 10 km por hora, pero sin desplazarme un solo centímetro. Como el cuento de la liebre y la tortuga de Borges, otra paradoja que si me acompañan otro día, podemos analizar juntos.
Mientras tanto, desempolvemos las viseras, saquemos del cajón los pantalones cortos y salgamos a correr o a caminar. De verdad o de mentira. Porque se viene el verano. Y ya se nota.
Natalia Peroni

No hay comentarios:

Publicar un comentario