Tengo
un amigo que tiene cerrada su lista de amigos. Sí, señores, exactamente como lo
están escuchando. Gustavo, mi amigo, tiene una posición tomada respecto de la
amistad, y no hay argumento que lo haga cambiar de opinión.
Yo
lo he intentado varias veces, porque no puedo creer que haga una afirmación tan
categórica siendo él una persona tan cálida y sociable, pero no hay caso: lo
dice muy en serio, más allá de que en muchas oportunidades me haya hecho reír
la vehemencia con que defiende su postura.
El
desarrollo de su idea sería más o menos así: Los verdaderos amigos son los de
la infancia y la adolescencia. Con ellos entablamos un vínculo en el que
compartimos experiencias sumamente intensas e inolvidables que nos dejan una
huella imborrable en el alma. Un recuerdo, una marca profunda hecha del afecto
más hondo y sazonada por los colores de etapas irrepetibles y, según él,
también irreemplazables.
Por
lo tanto, continúa Gustavo, toda la gente que llega a nuestra vida una vez
terminadas esas etapas, serán personas a las que podremos apreciar, respetar,
valorar, incluso admirar, pero de ninguna manera les será posible acceder a la
categoría de amigos. Punto final.
¿No
importa lo que hagan?, le pregunto, insistente. ¿No importa si te demuestran
que te quieren, que te apoyan, que están presentes en tu vida adulta para
ayudarte, para escucharte, para consolarte o animarte cuando lo necesites?
No
importa, responde sin el más mínimo atisbo de duda. Porque no se trata de lo
que hagan o dejen de hacer.
De
hecho, admite, puede ser que pongan en juego todas las acciones propias de un
excelente amigo, pero no llegarán a serlo porque las raíces de la amistad -tal
como él la concibe- tienen que ver con un tiempo (la infancia y la
adolescencia) en el que el corazón está abierto de un modo incomparable, natural,
espontáneo, carente de barreras de cualquier tipo y dispuesto a compartirlo
todo sin hacer cálculos que la madurez posterior casi siempre nos fuerza a
hacer.
El
corazón infantil y juvenil, dice Gustavo, concibe y siente la amistad como un
valor supremo, pero no desde la mente sino desde un misterioso y mágico espacio
emocional que inexorablemente cierra sus puertas una vez que llegamos a la edad
adulta.
¿Y
esas puertas no se pueden abrir nunca más?, vuelvo a la carga aunque con menos
ínfulas, ya que Gustavo irradia una convicción irreductible.
Nunca
jamás, responde él risueño para dar por terminada la conversación que hemos
sostenido infinidad de veces a lo largo de los años.
Permítanme
contarles, queridos oyentes, que tengo la suerte de haber conocido a Gustavo a
los 20 años, y parece que llegué justo antes de que cerrara su lista de amigos,
según me asegura. Me considero privilegiada por eso y doy fe de su amistad, que
tanto bien me ha hecho a lo largo de los veintipico de años que llevamos siendo
amigos…
Así
que, aunque no comparto en absoluto su punto de vista porque mi experiencia de
vida está llena de encuentros espectaculares -en plena adultez- con personas a
las que considero verdaderas y excelentes amigas, tanto o más que a aquellas a
quienes adoraba en mi infancia o adolescencia, debo decir que puedo comprender
el sentimiento que da origen a la teoría de Gustavo.
Porque
coincido con él en que la impronta de los años de juventud es imborrable y que
al corazón abierto de par en par no hay quien le gane. Pero, a diferencia de mi
gran amigo, no creo que las puertas del corazón se cierren después de ninguna
etapa de la vida.
De
hecho, mi lista de amigos está abierta y seguirá así hasta el día en que exhale
mi último suspiro. Y aún entonces, quién sabe, podría suceder que apareciera
alguien nuevo, cuya misión fuera solo sostener mi mano durante unos minutos. A
esa persona, hoy y siempre, yo no dudaría en llamarla amiga.
¿Y
ustedes, queridos oyentes? ¿Tienen abierta o cerrada su lista de amigos?
¿Cuáles son sus razones para una u otra decisión?
Clarina Pertiné