Quiero hoy
compartir con Uds una experiencia curiosa, por llamarla de alguna manera, que
me dejó pensando en esto que llamamos suerte, casualidad, azar. O quizá sólo se
trate de la falta de respuesta de un individuo ante la sucesión de algunos
hechos.
La historia
comienza con mi concurrencia a una dependencia municipal. Mientras esperaba ser
atendida, comencé a charlar con una señora muy amable que, a diferencia del
resto de los empleados, no atendía a nadie, aun cuando esperaba poder atender a
alguién atrás de un escritorio con una silla vacía en frente suyo. Cabe señalar
que el cartel numeroso que asignaba los turnos, cambiaba continuamente y
sorteaba diferentes números entre los demás puestos de atención al público.
Pero a ella no le tocaba nunca.
Movida por
la intriga me acerqué y le pregunté cuál era esa sección tan poco transitada
por nosotros, los contribuyentes. Matrimonios, me dijo con una sonrisa. Acá
vienen a pedir los turnos las parejas para casarse. ¡Qué lindo trabajo tiene usted!,
Al menos no se vienen a quejar, le dije. Me contestó con una mueca dubitativa. Es
que se casa poco la gente ahora, ¿no? Intenté nuevamente.
Y di en la
tecla. Porque la amable señora comenzó una larga letanía en contra del
matrimonio. O mejor dicho, una amarga crónica de su frustrado matrimonio. Que
por supuesto, había concluido hace un par de años, gracias a Dios, decía ella.
Porque su marido, su ex marido, y por extensión, todos los hombres del planeta,
eran unos tremendos egoístas.
Qué se
había llevado el hombre en cuestión los mejores años de su vida. Qué la había
dejado sola con dos críos, por suerte ya grandecitos. Qué poco le habían
importado a ese canalla los años de esfuerzos que ella le había brindado.
Que el
matrimonio, en suma, era una basura. Pero ella, ¡ay! ella por suerte había
aprendido. Y se había recuperado. Y si el mismo Dios bajara y le hiciera una
propuesta para comenzar de vuelta, ella le diría que no. Porque a sus 53 años
ya estaba tranquila. Con sus cosas, con los chicos grandes, con sus horarios y
su dinero. Y como ya no tenía líbido, el tema de su célibe soltería recuperada
a la fuerza estaba perfectamente solucionado.
Todo esto
fue dicho de una sola vez. O de a párrafos pero tan bien hilvanados en un
discurso casi proselitista que no daba lugar a la interrupción, ni al aplauso.
Entonces se
iluminó mi número en la pantalla y me despedí con un gesto señalandole el box
que me había tocado en suerte.
Pero
pensaba en su suerte, aquella que la había destinado a ser la escribiente de un
libro negro, de tapa dura y hojas gruesas, donde todavía hoy se anotan los
turnos para contraer matrimonio. A mano y con letra cursiva, ella debía anotar
las ilusiones de muchas parejas, sus proyectos, sus dudas quizá, sus ganas de
cambiar y animarse a decirle a la sociedad que, a partir del día tal ellos
serían un matrimonio.
Justamente
ella, que sabía que iban a fracasar. Justamente ella tenía que ser la que todos
los días recibiera la noticia de que la humanidad no había aprendido, que su
experiencia no había sido suficiente.
Qué mala
suerte tiene esa mujer, pensé! Qué casualidad que le haya tocado justo ese
sector habiendo tantas cosas para hacer en la Municipalidad! Qué loco es el
azar!
Pero luego
pensé que también habría podido pedir un traslado. A la parte de patentes,
quizá, si es que los autos todavía no la habían desencantado. Pero….y si no
quisiera? Y si fuera su voluntad quedarse en ese lugar? Para poder de alguna
forma advertir a los cautos creyentes o quizá, disfrutar de la felicidad que a ella
le había sido negada.
Natalia Peroni