martes, 31 de julio de 2012

Buscar una mirada


¿Cómo se puede sobrevivir a la adversidad? ¿Qué hace que una persona pueda salir airosa de una situación dolorosa o trágica? ¿Cómo se puede seguir adelante más allá de las penas y las desilusiones con que nos enfrentamos inevitablemente por el solo hecho de estar vivos? ¿Cómo nos levantamos en esos días en que todo parece pesado y lento?
“El Universo nos apoya totalmente en todo lo que decidimos pensar y creer.” Esta frase se apoya en la teoría de la autora norteamericana Louise Hay, que propone en el libro Usted puede sanar su vida. Ella dice que “nuestra mente subconsciente acepta cualquier cosa que decidamos creer.” Es decir, lo que uno cree de sí mismo, no importa si es verdad o no, o si tiene correlato con la realidad, uno lo cree a rajatabla.
 “Lo que usted decide pensar de usted mismo y de la vida llega a ser verdad para usted”, sostiene la autora.
Seguramente todos conocemos personas muy inteligentes que no creen serlo y actúan en forma consecuente con aquello que piensan sobre sí mismas y no con lo que son en realidad.
Este es un concepto muy claro y potente que nos acerca una manera de entender algunas cosas y también una posibilidad de cambio. Ahora bien, ¿es esto suficiente?
Hace unos días, la “Revista La Nación” del domingo publicó la maravillosa biografía de Tim Guènard, un hombre de cincuenta y tantos años, de nacionalidad francesa, que vivió una experiencia de vida absolutamente desgarradora por los horrores que la fueron signando desde que era muy pequeño.
Les cuento tres hitos impactantes en su vida y luego sabremos cómo logró superarlos. Cuando Tim Guènard tenía 3 años, su madre lo abandonó, lo ató a un poste y lo dejó en la calle; luego su padre y su madrastra lo hicieron dormir con el perro fuera de la casa y un día su padre lo golpeó tanto que le rompió 55 huesos del cuerpo. Durante tres años estuvo en un hospital recuperándose de esa paliza sin que nadie lo fuera a visitar.
Él dice: “Costó. Viví tres años en la calle. Yo creía que mi condición era normal, pero gracias a un buen policía descubrí que no lo era. Aunque me devolvió a la cárcel, me trató como a un ser humano. Yo no quería vivir, pero todas las veces que pensé en quitarme la vida me venía a la mente la mirada de aquel policía. Doy fe de que una mirada amable puede cambiarte el destino. Es muy importante que te miren cuando tú no sabes ni mirarte a ti mismo.”
Aquí aparece entonces la cuestión de la mirada bondadosa de alguien que es capaz de ver en el otro lo que esa persona ignora de sí misma, por mil razones posibles y diferentes.  
Que alguien nos mire…
 Tim Guénard habla también de una jueza de ojos verdes y cuenta lo siguiente: “Ella pudo ver dentro de mí. Siempre le voy a estar agradecido. Me preguntó qué quería hacer de mi vida. No supe qué responderle. Me miró fijo, como una madre mira a su hijo, y después de ver mi legajo comenzó a hablar de mi don para el arte. Fue la primera vez que alguien reconoció algo bueno en mí.”
Entonces, cuando alguien nos mira, nos está expresando que se da cuenta, en primer lugar, de que existimos. Es muy probable también que esa mirada nos ayude a confirmar  que podemos dar algo bueno, que valemos y somos merecedores de amor.
Pensémoslo al revés: cuando nos detenemos cinco minutos a conversar con el señor que viene a hacer alguna reparación a nuestra casa, o cuando dialogamos con alguien que trabaja para nosotros, o cuando escuchamos al taxista que nos lleva y nos interesamos en su vida, los estamos mirando; estamos creando un espacio vital en nuestro trajín cotidiano para encontrarnos con el otro.
Pero ¿cómo hacer cuando nos sentimos solos, cuando nos angustia el desamparo y no tenemos a nadie que se percate de nuestra existencia?” “A mí nadie me ve”, podrían decir algunos de ustedes con razón y verdad. 
Queridos oyentes, nuestra propuesta, en esta oportunidad, es la siguiente: si nadie los ve, si nadie los escucha ni sabe que existen… ¡busquen ustedes esa mirada! ¡Háganse ver! No esperen a que alguien los encuentre porque eso tal vez lleve mucho tiempo en esta vorágine a la que el mundo nos tiene acostumbrados.
Intenten ir ustedes al encuentro de los demás. ¿Cómo? Permítannos introducir aquí un poco de humor. ¿Conocen la muletilla que se utiliza cuando uno no sabe qué hacer en una determinada situación y se pregunta: “¿De qué me disfrazo?”
Pues bien: si es necesario, ¡disfrácense!
Pónganse un sombrero, píntense de otro color los ojos, vístanse con un chaleco un poco absurdo, caminen de forma diferente. Sobre todo cuando estén tristes o ensimismados o no sepan cómo seguir, busquen esa mirada, porque siempre hay alguien capaz de devolvernos la fe.
Siempre hay alguna persona dispuesta a tendernos una mano: puede ser el barrendero, el kiosquero, la manicura, la verdulera, nuestro jefe o cualquier persona en una esquina. Siempre hay alguien allá afuera, en algún lado y por qué no en muchos lados, que dignifica la condición humana y está dispuesta a creer en nosotros.
Y, después de recomendarles calurosamente que lean la biografía de Tim Guènard, nos despedimos dejándoles un fragmento de una carta del maravilloso poeta galés Dylan Thomas, que dice así:
“Qué cosa tan rara fue descubrirte en medio del azul de una ciudad tiznada de hollín, al final de una semana sin gracia, en que todo había salido mal, sólo para que después todo fuera extravagantemente bueno. De pronto vi a un ser humano, un verdadero ser humano sin afectación después de meses y años de encontrar solamente a hombres de paja, muchachos de esponja y vanidad, bolsas caminantes llenas de vinagre sólido y orgullo… enseguida me sentí tan cómodo contigo que todavía no puedo creerlo.”
Vicky Detry 

viernes, 27 de julio de 2012

Creatividad


Muchas veces hemos  escuchado a escritores o a poetas hablar de su proceso creativo como algo pesado, difícil y hasta desgarrador.
Algunos, a veces, llegan a compararlo con la muerte. Si uno escribe en Google la frase “escribir es morir un poco” aparecen 256 resultados de diferentes páginas donde se menciona esta expresión y casi todas están relacionadas con la tremenda angustia que, según se dice allí, produce el acto creativo.
Son blogs, artículos periodísticos, citas de escritores. Entonces, la pregunta inevitable parece ser: ¿la creación es dolorosa? O, para ser más exactos: ¿la creación debe ser necesariamente dolorosa?
La escritora norteamericana Elizabeth Gilbert ofrece una hipótesis  interesante sobre este tema en las conferencias TED y además nos propone una salida a este “destino” al que pareceríamos estar condenados quienes creamos.
Elisabeth Gilbert es la autora del famoso libro “Comer, rezar, amar” que fue best-seller mundial. Ha ejercido la profesión de escritora por más de veinte años y antes de este ha publicado varios libros. Y cuenta lo siguiente:
“La gente me trata como si estuviera acabada. Me preguntan: ¿No te da miedo que nunca vayas a hacer algo mejor? ¿No te da miedo no volver a escribir un libro que le importe a alguien en el mundo? ¿No te da miedo no volver a tener éxito nunca? ¿No te da miedo que la humillación del rechazo acabe contigo?”
“¿No te da miedo que el trabajo de tu vida termine en saco roto y mueras con el sabor amargo del fracaso en tu boca?” remata la autora con humor para alivianar esta terrible idea.
Y continúa: “La respuesta corta a todo eso es: Sí, me da miedo. Pero ¿por qué? ¿Es lógico tener miedo del trabajo que sientes que viniste a hacer a la Tierra?”
“¿Qué tienen las actividades creativas que nos hacen preguntarnos por la salud mental de una forma que otras carreras no lo hacen? Como mi papá, que era un ingeniero químico y no recuerdo ni una sola vez en su carrera que alguien le haya preguntado si tenía miedo de ser un ingeniero químico”.
“Pero para ser francos, los ingenieros químicos no tienen una reputación de ser alcohólicos maníaco-depresivos.  Nosotros, los escritores, la tenemos. Y no solo los escritores sino las personas creativas en general. Basta con hacer el sombrío conteo de fallecimientos ocurridos tan solo en el siglo XX de maravillosas mentes creativas muertas en su juventud y en general por su propia mano”.
“E incluso los que no se suicidaron parecen haber muerto por el proceso creativo: Norman Mailer, en su última entrevista, dijo: “Cada uno de mis libros me ha matado un poco más.”
“Una información extraordinaria sobre el trabajo de tu vida”, sonríe Elisabeth Gilbert en su conferencia.
“Pero ni pestañeamos cuando escuchamos decir esto porque hemos aceptado colectivamente que sufrimiento y creatividad van unidos, de la mano, están inherentemente vinculados”.
“Que el arte finalmente siempre llevará a la angustia. Y lo que quiero preguntarles es: ¿les parece bien esto? ¿Están de acuerdo con esta idea?”
“No, definitivamente no”, responde enseguida. “La realidad es que no tiene por qué ser así. Hay algo del éxito que se cuela en esta suposición. En general se cree que alguien que no tiene éxito no sirve, no es feliz. Pero, por otra parte, creadores de renombre que han logrado la fama mundial se han quitado la vida: Ernest Hemingway, Virginia Wolf, Alfonsina Storni, Kurt Cobain son sólo algunos ejemplos”.
“¿No sería mejor si alentáramos a nuestras grandes mentes a vivir?”
La escritora sigue relatando: “En particular siento que cada cosa que escriba va a ser juzgada como lo que vino después del mega éxito sensacional del libro “Comer, rezar, amar”.
“Y quiero decirles algo: es sumamente probable que mi más grande éxito esté en mi pasado. ¡Guauu, que pensamiento! Ese es el tipo de pensamiento que podría llevar a una persona a comenzar a beber ginebra a las 9 de la mañana! Y no quiero llegar a ese punto; quiero seguir haciendo este trabajo que amo. Entonces, la cuestión es: ¿cómo?”
Ella dice que mientras revisaba modelos de cómo hacerlo –es decir, cómo ayudar a la gente creativa a lidiar con los riesgos emocionales inherentes a la creatividad- se encontró con que en otras épocas, concretamente en las antiguas Grecia y Roma, no se creía que la creatividad viniera de los seres humanos sino de los dioses.
Entonces, si tu trabajo era maravilloso no te podías atribuir todo el mérito;  todos sabían que tenías un genio incorpóreo que te había ayudado. Por otra parte, si tu trabajo fracasaba, no era del todo culpa tuya. Y así se pensó la creatividad en la cultura occidental por mucho tiempo.
Hasta que llegó el Renacimiento y puso al ser humano como centro del universo sin lugar para criaturas etéreas que tomaran dictado de lo divino. Por primera vez se dijo que tal o cual artista “era” un genio en lugar de “tener” un genio.
Pero Elisabeth Gilbert se cuestiona si no será demasiado peso para un simple mortal pensar que todo el talento, todo la sabiduría, toda la originalidad de una creación provienen solamente de su mente.
Que una persona piense que ella sola es la fuente y la esencia de la genialidad de su trabajo, es quizás demasiada responsabilidad para una frágil mente humana.
“Deforma y distorsiona egos completamente y crea todas estas inmanejables expectativas sobre el desempeño”, dice Elisabeth Gilbert.
Entonces ¿se puede manejar el proceso creativo de manera diferente? ¿Es lógico creer que unas hadas o unos elfos nos van persiguiendo para ayudarnos a hacer nuestro trabajo?
Y la pregunta es ¿por qué no?
La poetisa norteamericana Ruth Stone hablaba de su proceso creativo como una ráfaga de aire que se acercaba a ella a gran velocidad en medio del paisaje. La sentía venir porque la ráfaga hacía temblar el piso debajo de sus pies y ella sabía que en ese momento solo podía hacer una cosa: correr como el demonio, salir como alma que lleva el diablo hacia su casa.
Ella sentía que el poema –que luego escribiría- la “perseguía”, y lo urgente en esa instancia era conseguir una hoja de papel y un lápiz a tiempo, para que cuando el poema la alcanzara, ella pudiera atraparlo capturándolo en el papel.
A veces ocurría que ella no era lo suficientemente rápida; corría y corría pero no llegaba a tiempo y el poema la atravesaba; entonces lo perdía. Según sus palabras, “el poema seguía avanzando por el campo buscando a otro poeta”.
Otras veces, casi lo perdía: el poema la atravesaba y si ella tomaba el lápiz justo en este instante, podía alcanzarlo con una mano, atraparlo por la cola y tironearlo de regreso a su cuerpo mientras lo transcribía con la otra mano.
En estos casos,  el poema aparecía intacto y perfecto en la hoja, pero escrito al revés, de la última palabra a la primera.
Indudablemente hay una parte de trabajo, muchas veces tedioso, que uno tiene que encarar, que es ponerse a crear. Pero no siempre logramos que esta creación llegue a buen puerto.
Ahora bien: si pensamos que es un trabajo “compartido” con algo o alguien que podemos llamar: ente divino, hada, musa, espíritu o el nombre que queramos ponerle, y que necesitamos de su presencia para lograr atravesar el proceso creativo; si pensamos que sin esa magia hay días en que lo que sale solamente de nuestra mente no alcanza, sino que nos resulta imperioso que ese algo o alguien aparezca: inspiración, iluminación, elevación, conexión o lo que fuera:
¿No cambia bastante el asunto?
Porque entonces, si lo que hacemos sale mal, no va a ser sólo nuestra “culpa”, ya que nosotros habremos hecho nuestra parte de la tarea.
“Ese podría ser un buen pensamiento”, propone Elisabeth Gilbert. “Porque si amas lo que haces, lo importante es el proceso. Lo importante es intentarlo.  Es una frase hecha pero no deja de tener sentido por serlo”, sostiene.
Entonces, si la obra creadora que sale de nosotros después de horas y horas de trabajo creativo laborioso no es exitosa, si nadie la lee o nadie la admira, no hay que tener miedo.
Podemos, como dice Elizabeth Gilbert, “sentirnos tranquilos de haber hecho nuestra parte. Si el divino y absurdo genio que tienes asignado decide que se vislumbre por un momento “la maravilla” mediante tus esfuerzos, entonces ¡Bravo por ti!”
“Si no, baila, escribe o pinta de todas formas y ¡Bravo por ti de todas formas!, solo por tener ese total amor humano y la tenacidad de presentarte todos los días a hacer tu trabajo.”
Interesante punto de vista para tener en cuenta a la hora de crear, ¿no les parece?
Quizás, sólo quizás, nos sirva para aligerar el peso de la tarea creativa y nos permita disfrutarla más, sin culparnos sino más bien haciéndonos amigos de las musas que a cada uno lo habiten, aunque sea de vez en cuando.
¿Ustedes están de acuerdo? ¿Qué opinan de esta idea? ¿Se han sentido frustrados a la hora de crear? ¿Qué han hecho para recuperar la inspiración y retomar la acción creadora?
Vicky Detry

La resiliencia


“No se trata de los que ustedes creen. No hay desgracias maravillosas. Pero cuando sobreviene la adversidad, ¿hay que someterse? Y si combatimos, ¿con qué armas contamos?”
Con este cuestionamiento comienza el libro de Boris Cyrulnik llamado “La maravilla del dolor, el sentido de la resiliencia”, que hoy queremos recomendarles.
Comencemos entonces por definir la resiliencia. En Física, es la capacidad de un cuerpo de resistir un choque.  Las Ciencias Sociales, basándose en esta idea, definen a la resiliencia como “la capacidad para triunfar, para vivir y desarrollarse positivamente, de manera aceptable, a pesar de la fatiga o de la adversidad, que suelen implicar riesgo grave de desenlace negativo”.
Cuando en la vida de una persona todo está mal, cuando ocurre una tragedia o se produce un trauma; por ejemplo cuando un niño sufre un abuso o se queda huérfano o  vive en la calle, la expectativa general suele augurarle un futuro poco prometedor.
En tales circunstancias resultan pertinentes  las preguntas que propone Cyrulnik: “¿Hay que someterse?” “¿Y si combatimos?” “¿Cómo volverse humano a pesar de los golpes del destino?”
La Segunda Guerra Mundial generó una verdadera revolución cultural en el campo de la resiliencia. Tanto Anna Freud como Francoise Doltó describen a pacientes con infancias muy complejas que se convirtieron en adultos equilibrados.
¡Cuántas veces hemos escuchado historias de vida con aristas desgarradoras y tremendamente dolorosas por parte de adultos que sin embargo, a pesar de sus terribles desgracias, han podido sobreponerse y se han convertido en genios o en personas exitosas!
“Se sueñan cosas bellas cuando la realidad es desoladora y se imaginan para ello refugios maravillosos”, afirma Boris Cyrulnik.
El humor es un condimento que juega un papel fundamental en este proceso, puesto que logra transformar una situación dramática y oscura en algo abierto a la esperanza.
Con la risa se aliviana el peso dramático de la carga que se lleva y el alma puede así ir soltándola. Se levan las anclas y el barco vuelve a navegar en calma. El humor transforma, de un solo trazo, una pesada tragedia en ligera euforia. 
La película “La vida es bella”, de Roberto Benigni, representa esta idea de manera simple y lírica. No se trata de tomar en broma o de faltarle el respeto a la memoria de Auschwitz “sino por el contrario, de una escenificación de la función protectora del humor”, según sostiene Cyrulnik.
El humor sana y desparrama tragicomedia para salvarnos de ser aplastados por el dolor. El humor afloja las situaciones más tensas. Cuando hay sólo horror, los testimonios no pueden ni siquiera ser escuchados. La vida sin humor corre el riesgo de tornarse insostenible. 
“Cuando el dolor es demasiado fuerte, nos vemos sometidos a su percepción. Sufrimos. Pero apenas logramos tomar un poco de distancia, apenas podemos convertirlo en representación teatral, la desdicha se hace soportable…”, nos dice el autor.
Los traumas son siempre desiguales y sobrevienen en momentos específicos que nunca son idénticos a los vividos por otros.
Ocurren en diversas circunstancias y sobre todo son experimentados por personas diferentes.  Pero lo que transmite el concepto de resiliencia es que nuestra historia no es un destino. Es, por supuesto, un hecho innegable pero eso no la convierte en un condicionante inexorable.
Una carencia afectiva, un trauma, crean una vulnerabilidad momentánea, que las experiencias afectivas y sociales podrán reparar o agravar. Lo que somos en un momento se entremezcla y se entreteje con medios ecológicos, afectivos y verbales.
Y como dice Cyrulnik, basta con que uno sólo de esos medios falle para que todo se hunda. Así como también basta con que haya un solo punto de apoyo para que la edificación pueda sostenerse.
Once niños seleccionados por la Ayuda Social norteamericana fueron estudiados durante cincuenta años. Al comienzo estaban bastante perturbados.
Cuando llegaron a la adolescencia todavía quedaban en ellos algunos factores de riesgo importantes, pero en la mayoría ya se notaban rasgos de resiliencia. No fracasaron las tres personas que habían sufrido mayores agresiones sino aquellas que por estar demasiado aisladas, contaron con menos apoyo.
Está claro que es más difícil salir adelante cuando se ha tenido una infancia resquebrajada; cuando se ha vivido una situación límite o trágica, pero sabemos y tenemos que confiar en que aún así, no todo está perdido. Se puede combatir y resurgir de entre los escombros.
Somos nosotros los que categorizamos el mundo. En la realidad todo está entremezclado y no es tan claro ni tan estricto.
“Ser ambulante no es ser errante. Incluso cuando sabemos de dónde venimos,  o aún cuando la genética nos limita, podemos inventar nuestro futuro como queramos”, afirma Cyrulnik.  
Casi todos los niños resilientes se han hecho dos preguntas. La primera es: “¿Por qué tengo que sufrir tanto?” y la segunda, que esconde la clave fundamental de la resiliencia, es: “¿Cómo voy a hacer para ser feliz de todos modos?”
Y ustedes, queridos oyentes: ¿cómo hacen para ser felices de todos modos? ¿Qué recursos ponen en práctica para “resistir” y quizás transformar la tragedia en un tesoro? ¿Qué rituales los ayudan a liberarse de las garras del destino? 
Vicky Detry

martes, 24 de julio de 2012

Cielo azul


Hoy quiero hacerles una pregunta. El cielo es azul? Como me gustaría poder escuchar ahora que piensan sobre esto. Habría muchos “obvio” como respuesta, algunos silencios ya que cuando las preguntas parecen tontas a veces preferimos no contestar hasta descubrir la trampa. Quizá algunos escépticos por allá dirían que no podemos saberlo y a muchos, con seguridad, no les motivaría en lo más mínimo ponerse a pensar en este dilema.
Dilema que no es tal, salvo que escuchemos la última estrofa del soneto del poeta español  BARTOLOMÉ JUAN LEONARDO DE ARGENSOLA que se llama A UNA MUJER QUE SE AFEITABA Y ESTABA HERMOSA
“….Porque ese cielo azul que todos vemos 

ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande 

que no sea verdad tanta belleza!”
Argensola está hablando de una mujer que luce hermosa pero gracias a algunos artilugios propios de las mujeres que ocultan su fealdad. Pero como en definitiva la naturaleza nos engaña, dice el poeta,  que más da que él ande engañado por una belleza artificial que no puede competir con cualquier rostro bello por naturaleza. Como ejemplo de ese engaño nos confiesa que el cielo no es azul.
Borges, 3 siglos después, dice en uno de sus escritos recopilados en Textos Recobrados que “el cielo azul, es cielo y es azul, contrariamente a lo que vacilaba Argensola”.
A esta altura se habrán dado cuenta que el meollo de la cuestión no es el color ni la naturaleza del cielo. Es de otra cosa de la que están hablando estos dos grandes de la literatura castellana y me gustaría analizarlas con Uds. basándome en la lectura de uno de los más destacados intelectuales argentinos, Oscar Terán, en su libro “Historia de las Ideas en la Argentina”.
Terán narra que entre fines del siglo XIX y principios del XX surgen en Europa nuevas ideas que traen, entre otras novedades, una nueva visión antropológica, una nueva concepción del hombre en el cosmos. Y ese hombre, la conciencia del hombre que percibe y siente el mundo que lo rodea es el nuevo protagonista de estos tiempos.
Contra aquellos que afirmaban que el hombre es un ser enteramente natural o material (como por ejemplo podríamos pensar que lo son los animales) se oponían los que creían que el ser humano tiene algo que lo diferencia de los animales. Y eso que los diferencia, como no es material, tiene una naturaleza que podemos llamar “espiritual”. Es también nombrada como razón, alma o espíritu.
Pensemos las implicancias de estos dos razonamientos. Para los primeros, por ejemplo, el hombre resulta ser un animal mas entre todos los demás. De esta manera, podemos afirmar que entre los monos superiores y el hombre hay una diferencia que es de grado, no de esencia. Esto ya había sido formulado por Darwin y consiste, según Freud, en una “herida narcisistica”, una herida al orgullo, a la autoestima del yo humano que pierde un lugar de privilegio en el cosmos.
Los segundos, en cambio, comparten la idea de que la conciencia es una realidad diferente de la realidad natural y por esta razón, no basta una sumatoria de datos para producir conocimiento.
Borges en el texto mencionado más arriba, señala que “no podemos salir de nuestra conciencia, que todo acontece en ella como en un teatro único, que hasta hoy nada hemos experimentado fuera de sus confines”
El cielo azul que nosotros percibimos es el que existe, no hay otro cielo que el que nosotros percibimos. Porque es necesario el objeto, ese cielo azul y la conciencia del hombre que lo percibe para formular un fenómeno, ambas partes son imprescindibles.
En cambio, el cielo que describía Argensola existía independientemente del hombre que, incluso, puede ser engañado en su percepción.
Hasta aquí una explicación algo simplificada de un debate que desde Europa viajo a nuestro país, un país joven que apenas había celebrado su primer centenario y cuyos intelectuales, entre los que se contaba Borges, formaban parte de la vanguardia de las ideas tan bien explicada y comentada por Oscar Terán.
Durante el transcurso del siglo XX, muchos otros intelectuales brindaron sobre la realidad y la conciencia y muchísimas otros temas,  argumentos diferentes a los que se discutían en esos tiempos.
Quizá mi pregunta inicial tenga más sentido para ustedes ahora, luego de escuchar estos párrafos. O quizá compartan conmigo la extrañeza de mirar el cielo y preguntarse cómo será en realidad.  
Natalia Peroni

sábado, 21 de julio de 2012

Otra mirada sobre la rutina


Como recurrir al diccionario es para mí una rutina en la que insisto alegremente cada vez que intento dilucidar matices de nuestro bellísimo idioma, fui esta vez a buscar el significado de “rutina”, vocablo que mi fiel Diccionario de la Lengua Española define como: “Costumbre inveterada, hábito adquirido de hacer las cosas por la mera práctica y sin razonarlas”. “Inveterado”, por otra parte, significa antiguo, arraigado.
Leo y releo las palabras buscando signos positivos, pero finalmente tengo que admitir que estamos ante una definición un tanto triste, por no decir deprimente.
Que es justamente el sentimiento que se despierta en la mayoría de las personas cuando hablan de la rutina en general o de sus rutinas en particular.
Por eso, para alivianar esa carga y confiando en que mi diccionario comprenderá este intento mío porque sabe que soy una optimista irremediable, quisiera proponerles hoy otra mirada sobre la rutina.
Y sin desconocer que las costumbres pueden ser inveteradas tanto como adquiridos pueden ser los hábitos, estoy dispuesta a desafiar la parte de la rutina que la condena a ser una mera práctica de cosas que se hacen sin que medie el razonamiento.
Empecemos por descartar algunos extremos: la rutina del hambre cuando la pobreza no permite calmarlo, la rutina de la guerra cuando el odio o la ambición cercenan cualquier posibilidad de diálogo, la rutina de la enfermedad cuando se vuelve crónica por falta de medicación y de cuidado sanitario, como todas las rutinas que se generan y se instalan cuando los seres humanos nos miramos el ombligo en vez de mirar a los demás, son rutinas espantosas y claman por nuestra intervención urgente para cambiarlas, para subsanarlas, para crear nuevas rutinas que nos hagan tomar conciencia y hacernos cargo de nuestras responsabilidades cívicas y sociales, seamos quienes seamos y estemos donde estemos.
Dicho esto, en lo que creo profundamente, retomo el concepto de rutina de gente que quizás tiene una familia, algunos buenos amigos, un trabajo que podrá amar o detestar pero que le da de comer, algún que otro pasatiempo y aunque sea un paréntesis de ocio de vez en cuando para hacer o dejar de hacer lo que le dé la gana, y sin embargo se siente habitualmente aplastada por la rutina, por su rutina.
Lo que sigue está lejos de ser una receta, porque para estas lides no existen, ni mucho menos un consejo, porque no querría aburrirlos. Es simplemente una propuesta y consiste en hacer el intento de renovar nuestra mirada acerca de la rutina.
Fíjense como en nuestro cuerpo, aunque vaya envejeciendo, todo se renueva permanentemente: el pelo, las uñas, el oxígeno, la piel. Y sucede sin el consentimiento de nuestra voluntad. El cuerpo no nos pide permiso para ir cambiando. No controlamos nuestras funciones vitales.
Pero sí podemos hacer el ejercicio de utilizar algunas de esas funciones vitales para hacer ingresar en nuestro organismo, nuestra mente y nuestra alma una buena dosis de asombro por el hecho de estar vivos y también, ya que estamos, podríamos hacer un recuento de todo lo bueno que nos sucede cada día y que pasa desapercibido ante nuestros ojos porque tenemos la mirada un poco malcriada y quejumbrosa.
Voy a ir enumerando y a quien le quepa el sayo, que se lo ponga. Un buen mate caliente en invierno, compartido con alguien que hayamos elegido; dos medialunas en cualquier café de Buenos Aires o pulpería pueblerina de nuestro divino país; una copa de vino para brindar por lo que se nos ocurra, solos o acompañados. Un helado enorme en pleno calor de verano para hacer un parate y seguir con lo que resta de la jornada.
Y para que la lista no gire siempre alrededor de la comida –aunque bien vale agradecerle a la vida un buen asado- caben también en este “Inventario para la Renovación de la Rutina” la sonrisa del hijo pequeño cuando se despierta, el abrazo esporádico robado a nuestro hijo adolescente, la aprobación de nuestro jefe a un trabajo bien hecho, la atención amable de la empleada del quiosco de enfrente.
El placer de ir leyendo en el subte o el colectivo una novela que nos atrapa, el merecido descanso de quince minutos frente al televisor con los pies descalzos sobre el sillón, la charla con nuestra pareja que veníamos esquivando y que terminó con un beso en lugar de una pelea; la película, la palabra de un amigo o la caricia que nos habilitan un llanto largamente postergado; la posibilidad de comprar jazmines para perfumar nuestra casa o regalárselos a alguien.
La escucha atenta de alguien que además de oírnos, nos presta su hombro cuando nos sentimos vulnerables; la sorpresa de ver –si estamos dispuestos a mirar- cómo cambian los colores de nuestra casa cuando abrimos las ventanas y entra el sol; y también cómo el gris de la lluvia nos invita a la intimidad y a volver al hogar.
La soledad que nos permite tomarnos un tiempo para hacer silencio y empezar a conocernos mejor; la canción que podríamos escuchar un millón de veces sin cansarnos; el mail que esperábamos y que finalmente llegó.
La alegría de saber que alguien a quien amamos recibió una buena noticia; la oportunidad de ayudar a esa persona que, esta vez, no dejamos pasar; el teléfono o el timbre que sonaron y del otro lado algo o alguien nos sorprendió gratamente.
La lealtad de esa persona que siempre guarda nuestros secretos; la idea que se nos ocurrió de pronto y que podría cambiar un panorama; el proyecto que generamos o al que adherimos, que enciende nuestro entusiasmo y nuestras ganas de poner manos a la obra.
La pasión, la emoción, la gracia, el detalle sutil, la entrega, en fin, son tantos los posibles aportes que podemos hacer para reconciliarnos con la rutina, para transformarla en una práctica razonada y construida conscientemente en lugar de aceptarla con una frustración resignada…
Les propongo que empecemos hoy. Que empecemos ya. Me encantaría que me ayudaran a completar esta lista que podría llegar a ser infinita. Si quieren hacerlo, si verdaderamente tienen ganas de renovar su mirada sobre la rutina, cuéntennos qué van a hacer al respecto.
Clarina Pertiné

jueves, 19 de julio de 2012

Dolor ajeno


¿Alguna vez se preguntaron si el hombre es naturalmente bueno o malo? No nos referimos a una persona en especial sino al ser humano en forma abstracta, más allá de su nacionalidad, su educación, su condición social o laboral.
Independientemente de lo que creamos sobre la naturaleza humana, muchas veces suceden cosas que nos hacen inclinarnos en uno u otro sentido. El holocausto, por ejemplo, genera un consenso casi universal sobre la maldad del ser humano, ejemplificada en algunos de sus ideólogos y ejecutores.
En la vereda de enfrente, por fortuna, existen loables ocasiones donde el ser humano muestra su parte más valiosa, la que despliega las virtudes que nos hacen más dignos de esa humanidad que compartimos.
Hace poco, quienes hacemos “De buenas a primeras” tuvimos la oportunidad de ver un video sobre una campaña de Médicos sin Fronteras. Ya hemos hablado con ustedes alguna vez acerca de las redes sociales y nos hemos referido a las excelentes oportunidades que nos brindan si podemos usarlas convenientemente.
Por eso es un placer para nosotros contarles que una oyente de diecinueve jóvenes años llamada Vicky y experta en estas lides, nos acercó esta información que seguramente sin su iniciativa y su ayuda no hubiéramos encontrado. El tema: el dolor ajeno.
Y entonces, gracias a Vicky y al video que nos mostró, nos pusimos a pensar en cuánto duele el dolor ajeno. Yo puedo saber, porque he pasado por esas experiencias, cuánto puede doler una muela, un parto o una quebradura de tibia.
Sé lo mal que me siento cuando el frío me agarra desprevenida en la calle, cuando la lluvia me empapa o cuando por algún motivo tengo que saltearme el almuerzo. Pero hay una suerte de circunstancias que desde  siempre han hecho que todas estas molestias fueran, en mi caso, pasajeras, esporádicas.
Si me duele la muela, compro un analgésico. Si tengo frío, sé que en breve llegaré a mi casa y me templaré. Si me mojo, sé que cuento con ropa seca para cambiarme.
¿Pero si no tuviera ninguna de esas posibilidades? ¿Cómo sería ese dolor de muelas si sucumbiera al transcurso de las horas del día y de la noche sin atenuarse? ¿Y qué sucedería si el frío que puedo sentir alguna vez durara todo el invierno? ¿Cuánto tardaría en secarse mi ropa si no pudiera sacármela?
Entonces, aunque está claro que nunca será lo mismo que experimentarlo, puedo imaginar ese dolor. Puedo vislumbrar lo que sentiría si estuviera enferma y no tuviera acceso a los medicamentos, o si padeciera la crudeza del clima sin posibilidad alguna de resguardarme.
Cuando hago el ejercicio de ponerme en el lugar del que sufre, pensando y teniendo en cuenta cada uno de los detalles de su sufrimiento, puedo sentir cómo su dolor duele mucho más.
Hoy quisiera invitarlos a que intentáramos hacer juntos este ejercicio para que podamos comprobar, sin lugar a dudas, cómo y cuánto más duele el dolor ajeno cuando lo hacemos propio.
No es mi dolor, estrictamente hablando. Pero es el dolor de otros. De millones de otros que no tienen un micrófono para decirnos, o para gritarnos –porque su clamor tiene la impronta de la desesperación- cómo se sienten, o cómo y cuánto les duele su dolor.
¿Sucede en África? Sí, por supuesto. ¿Sucede en los países que viven por debajo del nivel de desarrollo? Sí, claro. Sucede también a no más de veinte cuadras de nuestra casa? Sí, también.
No pretendemos organizar en esta breve columna una campaña de sensibilización, aunque creemos que es necesaria.
Más bien nos gustaría hacerles una invitación a pensar en aquellos que tienen menos oportunidades que nosotros. Menos oportunidades de calmar el dolor físico, de cubrir sus necesidades básicas, de acceder a las más elementales herramientas que provee la civilización.
Es una invitación a pensar desde otra perspectiva las cosas que les pasan a los demás, y esa mirada tiene que ver con sentir o experimentar el dolor ajeno. Si nos duele la falta de educación, quizás no seremos tan duros para juzgar actitudes que podrían ser subsanadas con educación. Necesitamos con urgencia enfocarnos en la prevención.
La propuesta que les hacemos desde este espacio es entonces ver con ojos y corazón bien abiertos este conmovedor video sobre el dolor de los más desprotegidos y vulnerables.
En ese video se cuenta el desarrollo de una campaña que se creó para fabricar y vender las llamadas “pastillas contra el dolor ajeno”. El dinero obtenido de esa venta se destinó a la organización Médicos sin Fronteras. La solidaridad de muchísima gente, de incontables personas hermanadas por el deseo de ayudar, convirtió este pseudo “medicamento” en uno de los más vendidos en España.
Probablemente todos tengamos a nuestro alrededor muestras concretas de la bondad de la gente. Somos parte de un país cuyos habitantes han demostrado en incontables ocasiones el poder de la solidaridad.
Claro que siempre hace falta, siempre y cada vez más, hace falta.
Como también hace falta que nos duela el dolor de otros para derribar la indiferencia. Hace falta querer con el alma ser parte de una sociedad más inclusiva y más justa.
Desde el fondo de todos los tiempos y de nuestras entrañas resurge la pregunta clave sobre si el hombre es bueno o malo.
Si varios de nosotros viajáramos en un avión que aterrizara en una isla sin leyes y tuviéramos que organizarnos de alguna forma para sobrevivir ¿nos aniquilaríamos unos a otros o colaboraríamos para poder convivir? El estado natural del hombre ¿es de guerra o de paz? El dolor ajeno ¿nos duele o solo tenemos espacio interno para el dolor propio?
Natalia Peroni

Manifestaciones Creativas


¿A qué nos referimos cuando hablamos de manifestaciones? Compartimos con ustedes una definición:
 “Una manifestación o marcha es la exhibición pública de la opinión de un grupo activista, mediante una congregación en las calles, a menudo en un lugar o una fecha simbólicos y asociados con esa opinión. El propósito de una manifestación es mostrar que una parte significativa de la población está a favor o en contra de una determinada política, persona, ley, etcétera. El éxito de una manifestación suele ser considerado mayor cuanta más gente participa de ella”.
Según Wikipedia, “en un estudio sobre la relación entre la calidad de las instituciones y las protestas, se encontraron los siguientes resultados: que en los países con instituciones que funcionan bien hay más tendencia a participar a través de foros institucionalizados, mientras que en los países con instituciones menos eficaces, se utilizan mecanismos de participación directa tales como las protestas callejeras”.
En este contexto, podemos afirmar que las manifestaciones o marchas son sólo una manera de declarar o hacer evidente una cosa.

Hay muchas y muy variadas formas de expresar una opinión y hacerla pública para lograr un cambio, una reforma o la concientización del público acerca de un tema.

Y las hay muy potentes y muy claras; tanto, que algunas hasta llegan a transformar la visión general que se tenía sobre una cuestión para convertirla en un estandarte.

Las organizaciones de la sociedad civil y las fundaciones son las que mejor han logrado esto. Veamos dos ejemplos referidos al caso del SIDA y tomémoslos para analizar esta situación.

El primer ejemplo se refiere a la creación de un lazo rojo para simbolizar la solidaridad con los enfermos de SIDA.

La idea se inspiró en el lazo amarillo que algunas familias de soldados norteamericanos que luchaban en la Guerra del Golfo, colgaban en las puertas de sus casas como símbolo de la esperanza de que regresaran sanos y salvos.
En el caso del SIDA, se eligió el color rojo por su conexión con la sangre y con el concepto de pasión; y se concibió para ser portado cerca del corazón, simbolizando el amor.
Su impacto inicial no fue muy marcado, hasta que el actor Jeremy Irons lo usó en la solapa de su traje en los premios Tony de 1991.
Eso hizo más visible y popularizó un elemento que muy pronto se convirtió en el símbolo de la prevención y la lucha contra el SIDA, y así, a medida que lo portaban más personajes famosos y personalidades destacadas, se fue transformando en un emblema institucional.
Hoy día el lazo rojo se utiliza en la mayoría de los países como representación de los esfuerzos para prevenir y combatir esta enfermedad, y es el principal símbolo elegido por los gobiernos y las organizaciones de la sociedad civil en sus campañas informativas respecto del SIDA.
El lazo rojo representa e incluye los conceptos de solidaridad, aceptación, apoyo a las personas que padecen SIDA, como también compromiso, conocimiento y acción para encontrar el modo de curar esta enfermedad y erradicarla definitivamente.
El segundo ejemplo que vamos a tomar, también vinculado al SIDA, surgió en el año 2007, cuando aparecieron en las calles de Buenos Aires unos afiches en magenta y amarillo que decían:
“Sin Triki-Triki no hay Bang-Bang”. ¿Recuerdan aquella campaña?
La gente no entendía qué significaban esas onomatopeyas ni de qué trataba el asunto.
Durante varios días se mantuvo el misterio hasta que por fin se develó.
Era una novedosa y polémica campaña de prevención del HIV.
El impacto fue tal que en apenas una semana el “Triki-Triki” estuvo en boca de todos y se reprodujo a través de una pegadiza cumbia villera, un videoclip repleto de famosos, MP3 de la canción, fotos, camionetas de difusión y hasta ringtones para celulares.
"Justamente eso fue lo que quisimos generar: una campaña viral; crear un virus bueno para que se propague más allá de la pauta, que es bastante acotada en los medios. Quisimos que la gente la tomara y eso sucedió. La campaña se propagó de manera impensada y está en You Tube y otros medios alternativos, con todas sus polémicas", explica Raúl López Rossi, quien junto a Gustavo González conforman la agencia “Diálogo” y fueron los cerebros detrás de esta aparente locura creativa que el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida aceptó financiar.
¿A qué apunta el mensaje?
"En general las campañas de prevención del SIDA son sentenciosas: tratan de meter miedo y pocas funcionan porque la gente se bloquea y no deja que la comunicación penetre. Esta línea venía un poco señalada por el propio cliente" -cuenta el publicitario-. “Entonces dijimos: "Probemos yendo por el lado de la vida, el color, la alegría, el disfrutar de una vida sexual activa y plena, con la precaución de estar protegido”.
Por supuesto que en ambos casos hay dinero que sostiene y permite generar estas formas de manifestarse, pero sobre todo hay creatividad, ganas de provocar un cambio y de ser efectivos en el logro del objetivo que se quiere alcanzar, que puede ser, como en estos casos, colaborar con la toma de conciencia para que la gente se cuide, y también recaudar fondos para investigar cada vez más exhaustivamente el SIDA y encontrar su cura.
En campañas con un nivel de creatividad como esta de la que estamos hablando, se apeló a la emoción, al humor, a la moda, a la propagación del concepto de boca en boca, al compromiso más que a la confrontación o a la pelea.
Se trata de campañas disruptivas, que nos hacen pensar, en las que se intenta que algo cambie y que hacen que la gente no solo adhiera a su mensaje sino que lo difunda de manera totalmente entusiasta y gratuita porque sabe y -también siente- que la propuesta apunta a la inclusión del otro y a que todos podamos vivir mejor.
Como siempre les decimos, nos encanta que se comuniquen con nosotros para darnos su opinión. Y les preguntamos: ¿organizaron alguna vez una manifestación creativa, diferente, original? ¿O participaron de alguna? ¿Cómo lo hicieron?
Vicky Detry

viernes, 13 de julio de 2012

El Cine


Hoy les propongo hablar del cine. No de películas propiamente dichas, sino de la historia de este arte que Edgardo Cozarinsky, escritor argentino, narra maravillosamente en un libro que se llama “Palacios plebeyos”.
Cuenta que alrededor de 1900, en Estados Unidos, los inmigrantes europeos constituían la clase proletaria cuya única riqueza estaba constituida por la posibilidad de ascenso social que les brindaban la educación pública y el capitalismo.
Primero surgieron las hileras de kinetoscopios donde el espectador, inclinado sobre una máquina instalada en una sala pequeña, en una feria o en un parque de diversiones, miraba una película muy primitiva.
Luego la tecnología permitió que esa proyección se realizara para grupos y los escenarios, en esos casos, se llamaron nikelodeons. Muchos de estos nikelodeons se instalaban dentro de comercios minoristas convertidos en salas.
Hacia 1904, un comerciante de Pittsburgh tuvo la idea de instalar un piano que acompañaba con su música la proyección de la película.
Pocos años más tarde ya había entre ocho y diez mil salas similares y en unos años más, algunos visionarios se percataron de que no estaban ante una nueva forma de diversión pasajera, sino que el cinematógrafo prometía extenderse y convertirse en un negocio muy rentable, destinado a satisfacer las ansias de diversión de las masas.
Entre 1910 y 1920, un inmigrante austríaco llamado John Eberson, acuñó la expresión “movie palaces” (palacios de cine y para el cine) y los definió como “moradas palaciegas, dignas de príncipes y cabezas coronadas, para beneficio de Su Excelencia, el ciudadano americano”.
Eran palacios o, como a él le gustaba llamarlos, “espléndidos anfiteatros bajo cielos estrellados”. Estaban diseñados para que el espectador se sintiera miembro de una realeza imaginaria, una realeza que ningún rey hubiera podido soñar: la del mundo del cine.
Los acomodadores y los boleteros, por ejemplo, vestían uniformes magníficos, de color púrpura con galones de oro, diseñados por vestuaristas de Hollywood.
Los diseños de las salas imitaban catedrales góticas, teatros egipcios, iglesias y palacios europeos y patios venecianos.
En una sala de Kansas, por ejemplo, el toilette de damas había sido anteriormente el salón oriental de la mansión de los Vanderbilt, una de las familias más adineradas y poderosas de Estados Unidos, desmontado en 1927 ante la demolición de su residencia en Manhattan.
Cozarinsky cuenta que entre 1913 y 1922 se abrieron 4000 cines en Estados Unidos.
Hacia finales de la década del 30, hubo dos acontecimientos impactantes en ese país: la irrupción del cine sonoro y la profunda crisis económica que azotó a los norteamericanos.
Los espectáculos y las puestas en escena fueron menos ostentosos pero el público no decayó en asiduidad, en tanto que muchos desocupados buscaban escaparse de la tremenda realidad en las salas oscuras.
Roberto Arlt describe aquel panorama con estas palabras: “Tenemos la respetable cifra de quinientos mil desocupados que necesitan meterse en alguna parte donde lo que sus ojos miren sea absolutamente distinto a aquello que día por día, noche por noche, le recuerda que es un ser humano que no produce ni para sí mismo”. Impresionante, ¿no?
La década del 50, con la llegada de la televisión, representó una crisis para el espectáculo cinematográfico en su forma tradicional, ya que hacia 1955, en casi todos los hogares había un televisor. Y para colmo, en los años 70 irrumpieron el DVD y el video, con lo cual el entretenimiento familiar empezó a consumirse en los livings de las casas, donde varios espectadores podían disfrutar con el costo del alquiler de una película.
Dice Cozarinsky: “Una vez ingresado en el ámbito doméstico, el film perdió el carácter sagrado que el cine le confería. De la religión al teatro, de este al cinematógrafo, ese espacio consagrado al culto había cumplido un periplo de laicidad, pero en él subsistía un resabio del carácter sagrado del antiguo rito”.
“Era necesario salir del hogar para acudir a un templo donde se oficiaba un culto y solo allí podía accederse a él. El film no convivía en la atención del espectador con el teléfono inoportuno, la heladera invitante, la familia locuaz. Aún con la inédita calidad de imagen y sonido que hoy proponen las salas de los centros comerciales, en ellas el film ha pasado a ser una posibilidad más de consumo, entre “patio de comidas” y el nada exótico bazar de bienes superfluos”.
El libro “Palacios plebeyos”, de Edgardo Cozarinsky, relata innumerables historias más sobre la industria del cine, con sus actrices y actores famosos, los números vivos, el auge de los autocinemas y el derrotero de la otrora concurrida calle Lavalle en Buenos Aires.
Nos encantaría que ustedes nos contaran si se acuerdan de los cines de antes, si prefieren salir o ver una película en casa y si alguna vez miraron hacia arriba en el Ópera, con su enorme bóveda estrellada, y sintieron que estaban cerca del cielo.
Natalia Peroni

La Libertad


Hoy me gustaría compartir con ustedes un fragmento del libro que Fernando Savater, filósofo español contemporáneo, escribió para su hijo Amador cuando este era adolescente. La obra se llama “Ética para Amador”.
Y como la cuestión de la libertad es uno de los temas esenciales de la Filosofía y Savater lo encara desde el comienzo, vamos a ver cómo le explica el autor a su hijo qué es la libertad.
Dice así: “Por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podemos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir “sí” o “no”, quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios”.
Y continúa: “Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no estamos obligados a querer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto de la libertad:
Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, ser guapos o feos, etcétera) sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo, es decir: obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, etcétera.
Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad -que consiste en elegir dentro de lo posible- que la omnipotencia -que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible-. Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad.
“Hay cosas que dependen de mi voluntad –y eso es ser libre- pero no todo depende de mi voluntad –entonces sería omnipotente, porque en el mundo hay muchas otras voluntades y muchas otras necesidades que no controlo a mi gusto”.
“Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre, aunque me escueza”.
“Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar un niño, por ejemplo) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil, es decir, esperar a los bomberos”.
“Pero dentro de las tripas algo insiste: “Si tú hubieras querido…”
“En resumen” sostiene Savater “a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente”.
“Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo a lo que los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles”.
“De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llamamos ética”.
Hasta aquí, las palabras de Fernando Savater en su libro “Ética para Amador”.
Como él, muchos autores se han preguntado por el significado y el sentido de la libertad.
Víctor Frankl, psiquiatra y escritor austríaco que sobrevivió a los horrores de un campo de concentración nazi y fundó a su regreso la Logoterapia, cuenta sus observaciones y experiencias respecto de la libertad en un maravilloso libro titulado “El hombre en busca de sentido”.
Allí nos dice, respecto de la libertad interior: “Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barraca en barraca consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas –la elección personal ante un conjunto de circunstancias- para decidir su propio camino”.
“El tipo de persona en que se convertía un prisionero”, relata el autor, “era el resultado de una decisión íntima y no únicamente de la influencia del campo. Fundamentalmente, pues, cualquier hombre podía, incluso bajo tales circunstancias, decidir lo que sería de él mental y espiritualmente, pues aún en un campo de concentración puede conservar su dignidad humana”.
“La libertad íntima nunca se pierde”, afirma el doctor Frankl. “Es esta libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace que la vida tenga sentido y propósito.”
Desde este espacio de radio, hoy hemos querido acercarles la perspectiva  de dos filósofos sobre la libertad humana.
Quizás hoy sea un buen día para preguntarnos si nos sabemos libres, si nos sentimos libres, cuáles son nuestros condicionamientos y si estamos dispuestos a superarlos para que nuestra libertad, que es inherente a nuestra condición humana y por lo tanto nos define, sea cada vez más profunda, más plena y más llena de sentido.
Ustedes saben que nos encanta escucharlos, conocer sus opiniones y vivencias. Les agradecemos y valoramos muchísimo sus mails y sus mensajes, que respondemos personalmente para seguir enriqueciendo este diálogo que nos nutre y nos alienta a seguir dedicándoles este espacio.
Clarina Pertiné

martes, 10 de julio de 2012

El tiempo


Hoy les propongo reflexionar sobre el tiempo. Sobre el pasado, el presente y el futuro que forman la línea imaginaria que es nuestra vida y la de historia de la humanidad.
Pensemos esto: ahora mismo es presente, pero ya dejó de serlo. Este presente desde el que les hablo se va volviendo pasado y anticipa un futuro, el final de esta columna, por ejemplo, o del resto del día.
Este presente que es efímero, si una medida de tiempo cabe para medirlo. O también este presente que no existe, porque si el tiempo pasa, o corre, debería detenerse para que pudiéramos medirlo.
Entonces, desde este presente casi ilusorio, podemos pensar en el tiempo. En el que estamos viviendo, en el que pasó y en el que vendrá. No todo tiempo pasado fue mejor, aunque muchos nostálgicos sigan aferrándose a esa idea.
Lo pasado se hilvana en nuestra memoria y si vamos hacia atrás, muy hacia atrás en nuestros recuerdos, podemos decir que muchos momentos, como perlas unidas en un collar, constituyen nuestro yo.
Algunas son perlas blancas, brillantes de puros buenos recuerdos, otras son perlas negras, y si las observamos con mayor detalle y profundidad, la mayoría de esas perlas tal vez desplieguen toda la gama de los grises imaginables.
El futuro es nuestra esperanza y, en incontables ocasiones, también nuestro desasosiego. Es la más perfecta de las incógnitas y contiene la más verdadera de todas nuestras certezas.
Si hoy podemos pensar o imaginar un futuro, significa que estamos vivos y también significa que algún día ya no estaremos más. ¿Quién no siente angustia ante tal pensamiento? ¿Y qué hacemos frente a esa angustia?
Puede paralizarnos; puede hacernos actuar frenéticamente para no perdernos nada. Pero también puede hacernos tomar conciencia de que la vida es una y aunque suene a lugar común, lo mejor es vivirla.
Vivir la vida tiene que ver con pensar y darnos cuenta de que este instante que estamos transitando no se va a repetir. Que esta oportunidad para apoyar a nuestros hijos, llamar a nuestros padres u homenajear a nuestra pareja es única.
Que esta posibilidad de arrancar con un proyecto postergado, de comprar flores, ir al cine o a mirar los aviones, no va a volver. Entonces no pensaremos “mañana lo hago, mañana empiezo” y sencillamente nos decidiremos a hacerlo.
Vivir la vida tiene que ver con que el tiempo no nos atropelle; nosotros podemos disfrutar de los momentos que la vida nos ofrece y tomar las riendas de nuestra propia existencia.
Amar lo que tenemos, amar nuestro presente significa revalorizar nuestras  circunstancias. Nietzsche usaba una frase en latín para describir esta actitud: amor fati, que quiere decir amor al destino.
Amar lo que nos pasa, aún cuando conlleve sufrimiento. Pensar que los acontecimientos que sacuden nuestra vida, incluidas las pérdidas, tienen un sentido que podemos intentar descifrar y capitalizar para nuestro desarrollo, para la profundización de nuestra madurez y sabiduría, y que por eso podemos considerarlos buenos.
Les propongo volver a nuestra reflexión sobre el tiempo, no ya desde nuestras vivencias sino como un ejercicio de racionalización que podemos encarar  juntos.
Hablamos de este presente que es ilusorio, porque como el tiempo no se detiene, la fracción infinitesimal de tiempo que podríamos abstraer entre el pasado y el futuro es cero, o nada. Pero ¿y el pasado? El pasado no existe: solo es real en nuestra imaginación. El futuro tampoco existe porque aún no ha sucedido. Entonces, ¿el tiempo existe o no?
Los griegos creían que el tiempo era una ilusión. Y a lo largo de los siglos, las consideraciones y teorías sobre la existencia y la naturaleza del tiempo se han sucedido de la mano de filósofos, físicos y muchos otros eruditos que se empeñaron en medirlo y describirlo.
Sin embargo, quizás por ignorancia o por la incapacidad de comprender complicadísimas ecuaciones físico-matemáticas, tal vez no estemos muy lejos de los griegos.
Y podamos así concluir que el tiempo es solo una manera de pensar que una cosa sucede a la otra como resultado de esta primera. Y que en esa sucesión de momentos que conforman nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, somos nosotros los únicos que tenemos la oportunidad de vivirlos plenamente.
¿Y ustedes? ¿Cómo viven el paso del tiempo? ¿Se plantean interrogantes acerca de la naturaleza del tiempo? ¿Atesoran algunos momentos para intentar detener el tiempo o para darle un sentido?
Natalia Peroni

lunes, 9 de julio de 2012

Límites sanadores


Anselm Grün es un monje benedictino, autor de innumerables publicaciones sobre temas espirituales. María Robben es licenciada en Pedagogía Social y dirige jornadas de meditación.

Juntos escribieron un libro llamado “Límites sanadores”, que les recomendamos especialmente, del cual extractamos algunos párrafos para compartir con ustedes e iniciar así una reflexión sobre el tema de los límites humanos, que nos incumbe y nos involucra a todos.

Dice Anselm Grün: “Cada vez que me dejo convencer por alguien para algo que en realidad no quería, me enojo. He desarrollado, entonces, algunas estrategias que me protegen contra el enojo y me ayudan a delimitarme mejor y más consecuentemente”.

“La primera estrategia es que nunca acepto de inmediato una proposición en el teléfono, sino que solicito un tiempo para pensarlo. Entonces tengo tiempo de ordenar mis sentimientos. ¿Qué habla a favor? ¿Es conveniente ir allí? ¿Tengo ganas de ello? ¿Todo en mí se resiste contra ello? ¿Me siento usado? Escucho entonces mis sentimientos. Si percibo rechazo y resistencia en mí, al día siguiente puedo tranquilamente decir no”.

“Otra estrategia que utilizo”, continúa el autor, “es reservar para mí tiempos tabú claros. Antes aceptaba reuniones incluso los domingos al mediodía. No existía motivo alguno para decir no cuando alguien solicitaba una reunión. Ahora he reservado para mí el domingo por la tarde y una noche en la semana. Si alguien tiene una solicitud, claramente le puedo decir que no. En esos horarios no acepto nada. Es el tiempo de repliegue durante el cual no estoy al alcance”.

Y continúa: “Todos necesitamos tales zonas tabú en nuestra vida, que nos son sagradas. Lo sagrado es lo que está sustraído del mundo. Los rituales pueden ayudar a proteger tales zonas. Creamos un espacio sagrado libre de las continuas exigencias alienantes que se abalanzan sobre nosotros”.
“El tiempo que me reservo es, en este sentido, un tiempo sagrado, porque tiene un valor para mí que ningún otro valor puede discutir. Durante este tiempo sagrado puedo respirar con alivio y tomo contacto conmigo mismo. Percibo cómo me vuelvo íntegro. El tiempo sagrado me hace bien, sana mis heridas, clarifica algo en mí que se había enturbiado”.

Las palabras de Anselm Grün nos ayudan entonces a revisar la cuestión de los propios límites y nos proponen diversas maneras de identificarlos y reconocerlos, para poder así aceptarlos con el respeto que merecen.
Probablemente todos hayamos vivido alguna vez la experiencia de sentir que nuestros límites eran avasallados y hasta violentados por una persona o por muchas, tanto de manera inocente e involuntaria como consciente y caprichosa.
Algo así como si de repente nos cubriera una avalancha de demandas ajenas que por algún motivo se nos imponen y se instalan en nuestro interior como urgencias a las que debemos atender porque si no lo hacemos dejaremos de ser buenas personas y sobre todo, perderemos el afecto de los que nos rodean y a quienes amamos.

Por supuesto, nadie quiere quedarse sin el amor de aquellos a quienes quiere. Es entonces cuando todo se confunde en nuestra mente y nuestro corazón, y respondemos a esas demandas indiscriminadamente, sin discernir si podemos, si deseamos o si nos hace bien –inclusive si le hace bien al otro-satisfacerlas sin más.

Está claro que la generosidad es una virtud importante, noble y necesaria en los vínculos interpersonales si queremos que sean significativos y profundos.
Pero no sirve ni ayuda a nuestro crecimiento ni a las relaciones con los demás el hecho de estar siempre tan a disposición de los otros, que terminamos por olvidarnos de nosotros hasta el punto en que  se va borrando nuestra identidad y un día ya ni siquiera podemos reconocernos.

Cuando sucede esto, quedamos tan agotados, tan vacíos, que a veces no tenemos las fuerzas suficientes para hacernos las preguntas que nos propone Anselm Grün en su libro “Límites sanadores”: ¿Quiero esto? ¿Me conviene? ¿Lo deseo? ¿O siento rechazo y resistencia?

También podría pasar que nos convenciéramos de que todo lo que hacemos, lo hacemos por los demás y que eso solo justifica y ennoblece nuestra entrega absoluta y sin límites.
Pues parece que no es así. Si no llegamos a darnos cuenta de esto a través de una reflexión sincera o de la charla con alguien que nos quiera bien, ya se encargará nuestro cuerpo de ir generando síntomas de todo tipo para alertarnos acerca de una sobrecarga emocional que nos está consumiendo la energía, la vitalidad, la alegría.

Y además, si nos decidimos a enfrentar algunas verdades, también tendremos que admitir que en infinidad de ocasiones hacemos por los demás cosas que no nos pidieron y que ni siquiera los benefician, porque quizás en nuestro afán de allanarles todos los escollos, les estamos impidiendo que maduren, que puedan crear sus propias búsquedas, encontrar sus propias respuestas, trazar sus propios caminos y en definitiva, hacerse cargo de su vida.

Entonces: es esencial que dejemos de considerar a nuestros límites como enemigos a los que hay que vencer y comencemos a verlos como lo que realmente son: fronteras físicas y emocionales que nos permiten forjar nuestra personalidad, proteger nuestra intimidad y establecer vínculos sanos donde se respete nuestra voluntad y donde el decir sí o decir no sea producto de nuestra libertad.

Como siempre les decimos, nos encanta escucharlos. ¿Han sentido alguna vez que alguien violentaba sus límites? Y ustedes ¿han avasallado los límites de otras personas? ¿Cómo creen que podrían revertir estas situaciones?

Clarina Pertiné